Los balcones del edificio Chihuahua, una hora antes. | Foto negativos prestados a La Jornada. Donador no identificado
POR LUIS HERNÁNDEZ NAVARRO
Entre el 26 de Julio y el 4 de diciembre de 1968 se produjo en México el sismo social urbano más importante de la segunda mitad del siglo XX. El epicentro se localizó entre los estudiantes de instituciones de educación media y superior de la capital de la República y tuvo réplicas a lo largo y ancho del país. Cincuenta años más tarde, seguimos viviendo sus efectos.
El movimiento del 68 fue un acontecimiento, en el sentido que Alan Badiou da al término. Fue algo excesivo, espinoso e imprevisible que propuso situaciones nuevas. Un
suceso que alteró no únicamente la vida de quienes participaron en él, sino la de muchas otras personas más.
A pesar de la violencia con que fueron sofocadas, las protestas del 68 constituyeron, en su momento, la ruptura más relevante del sistema político mexicano en muchos años. Otros movimientos previos fueron vencidos por la fuerza y absorbidos por el sistema sin pagar grandes costos políticos. No así el movimiento del 68. Su represión generó una fuerte crisis de legitimidad y propició la formación de nuevos actores políticos opuestos a él.
Hoy, el mito del 68 se ha agrandado. Es el momento fundacional de una nueva etapa y el anuncio de la culminación de otra. Es una identidad, una experiencia de crisis que, más allá de la racionalidad, ha generado formas de acción y valores compartidos emotivamente, tanto por una parte de la clase política emergente como por varias generaciones. En esa fecha se establecieron gran parte de los elementos que integran la conciencia pública del México actual.
La protesta estudiantil tuvo alcance nacional. Afectó aproximadamente a cien universidades, normales, colegios, escuelas, institutos de enseñanza media y superior y centros escolares públicos y privados.
Los protagonistas principales de las protestas, aunque no los únicos, fueron jóvenes estudiantes. Muchos maestros desempeñaron un importante papel. Si bien existían organizaciones estudiantiles permanentes y militantes de partidos políticos de izquierda entre ellos, la gran mayoría de los participantes no tenía una experiencia política previa.
La Plaza de las Tres Culturas, el mitin | Foto negativos prestados a La Jornada. Donador no identificado
La protesta surgió al margen de las organizaciones tradicionales de representación partidaria o gremial. Los estudiantes organizados políticamente, que antes ya habían participado en luchas, desempeñaron un papel importante en el surgimiento y curso de la revuelta. Ellos habían participado en las jornadas en defensa de la Revolución Cubana y en contra de la guerra de Vietnam.
La movilización resumió decenas de luchas universitarias y educativas previas. Por ejemplo, la resistencia de las normales rurales, amenazadas desde finales del sexenio de Adolfo López Mateos, renacida a raíz de la desaparición forzada de 43 estudiantes de Ayotzinapa el 26 de septiembre de 2014. O los conflictos universitarios que estallaron a lo largo de la década de los sesenta en Guerrero, Puebla, Michoacán, Durango, Sinaloa, Sonora y Tabasco.
Durante casi cuatro meses y medio, los estudiantes se convirtieron en portadores de cuestionamientos y de ruptura con el régimen de la Revolución Mexicana. Su revuelta fue más que una sublevación generacional contra la rigidez estructural que bloqueaba su movilidad social: fue el canal de expresión de una crisis profunda en la sociedad urbana. Muestra de ello fue el pliego petitorio de seis puntos que cohesionó su lucha, integrado por demandas no estrictamente estudiantiles.
Los blancos ideológicos de la revuelta fueron cuatro: el autoritarismo del Partido Revolucionario Institucional (PRI), el presidencialismo, la ideología de la Revolución Mexicana y el imperialismo estadunidense. Además de la figuras de Emiliano Zapata, Francisco Villa y Ricardo Flores Magón, los jóvenes reivindicaron al Che Guevara, Mao Tse Tung y Ho Chi Min.
El movimiento auspició la emergencia de una nueva forma de pensamiento y de subjetividad política. A partir de entonces, los estudiantes crearon sus propias tradiciones de lucha, forjadas al margen de partidos y organizaciones. Se propició la emergencia de una cultura política radical, el encuentro entre jóvenes y los brotes recurrentes de malestar social. Se dio carta de naturalidad a la consigna de formar una alianza obrero -campesino- estudiantil. Se proporcionó una lección práctica sobre la naturaleza del Estado: el de instrumento de dominación de una clase.
Durante la protesta todo ocurrió políticamente, pero ajeno a la política tradicional. Lo político irrumpió más allá de una identidad social específica. ¿Hubo una transformación benigna de costumbres y modos de vida? ¿Se produjo una sacudida cultural? Sí, pero la política fue su vehículo de expresión. La protesta estudiantil se estructuró en torno a tres experiencias organizativas centrales: el Consejo Nacional de Huelga (CNH), los comités de lucha y las brigadas.
Integrado por representantes de escuela, nombrados en asamblea y revocables, el CNH dirigió el movimiento. Los comités de lucha eran la instancia organizativa en cada escuela, responsables de articular actividades y comisiones. Las brigadas estaban constituidas por grupos de afinidad, de entre cinco y 10 personas, generalmente las más combativas y militantes. La revuelta estudiantil de 1968 propició una diáspora estudiantil de las universidades en la que muchos de sus participantes se involucraron en la construcción de proyectos políticos, sociales y culturales de izquierda en tres grandes polos: formación y fortalecimiento de partidos políticos progresistas, lucha armada y organizaciones populares de masas autónomas e independientes. El 68 favoreció el surgimiento de un nuevo tipo de intelligentsia, su marcha al pueblo y el desarrollo de una amplia variedad de movimientos sociales.
A 53 años de distancia, resulta evidente que el discurso oficial sobre los hechos que veía un complot subversivo del comunismo fue derrotado, a pesar de que, en su momento, contó con todos los recursos para imponerse. No tiene credibilidad alguna. Los responsables de la matanza y la represión han sido moralmente condenados. Es tan relevante su triunfo que hoy los verdaderos sospechosos son quienes no participaron en el movimiento.
Se equivocan quienes pretenden despedirse del 68. Más allá de ser un aniversario más a conmemorar en el calendario cívico emergente, los 53 años del 68 son momento de celebrar su victoria cultural. Son una ventana para asomarse a ver la historia que está naciendo. Lejos de ser una mera ceremonia luctuosa o el recordatorio de una represión salvaje, esta conmemoración es parte de un ensayo general para construir otro país. Es el futuro refrescando la memoria; es el pasado fecundando el porvenir.