Y entra el batallón Olimpia. | Foto Manuel Gutiérrez Paredes; 1965-1970 (predominan 1967-1969) Archivo Histórico de la UNAM

ERAN LAS 10 Y 6 DE LA TARDE

¿Quiénes eran? Y no me habían detenido de inmediato hasta esa observación a mi mano izquierda que no llevaba guante blanco...

POR LUIS GONZÁLEZ DE ALBA

Vi reaparecer a los soldados ya sobre la Plaza. La gente, aunque los tenía a sus espaldas, también lo supo, avisada por los últimos, y se echó a correr hacia el Chihuahua. Sonaron balazos a la distancia. No supe de dónde. Luego dos helicópteros hicieron movimientos circular sobre la Plaza, cayeron dos bengalas, verde y roja: todo está mejor referido en mi crónica escrita todavía en la cárcel. Desde el barandal del Chihuahua vi que, al borde de la plaza, que termina en escalones, la gente se había frenado en su carrera y los de atrás caían sobre los de adelante. Me preguntaba el motivo de haberse frenado de forma tan intempestiva, cuando a mis espaldas hubo gritos en los cubos de las escaleras. Las voces llegaron al tercer piso: “¡Ahora les vamos a dar su revolución, hijos de su puta madre!”. Miré a quienes gritaban: hombres jóvenes, sin uniforme, un guante blanco en una mano y pistola en la otra. No armas largas, pistola porque al rodear el edificio habían debido ocultarla. El guante blanco, lo supimos meses después, lo llevaban para identificarse entre sí ya que no iban uniformados.

A MIS LADOS VI A DOS JÓVENES DISPARANDO SOBRE LA GENTE, AL AZAR, AQUI Y ALLÁ, UN GRANDOTE A MI DERECHA, UN CHAPARRITO A MI IZQUIERDA

Ya no vi a mis amigos del CNH. Un mes después, y en Lecumberri, supe que al oir los gritos y ver a los empistolados habían buscado escapar y sólo podían subir, así que corrieron escaleras arriba. Pero el Chihuahua no tiene azoteas colindantes con otros edificios, no puede uno saltar por azoteas y bajar hacia una calle como un vecino más que sale a comprar el pan. Les abrieron en un departamento del quinto piso que no mira a la Plaza, sino hacia el interior de la Unidad Habitacional. Cerraron la puerta y guardaron silencio. Estaban Gilberto Guevara, El Búho, Anselmo Muñoz, Pablo Gómez y otros.
Ellos vieron avanzar otra columna de soldados, desde el interior de la Unidad hacia el Chihuahua y la Plaza. De ahí la contradicción entre mi versión y la de Gilberto: veíamos dos distintas columnas avanzando una hacia la otra. Ninguno podía ver la tercera, que pasaba junto a Relaciones Exteriores e iba encabezada por el comandante de toda la operación, general Hernández Toledo, herido allí mismo por un francotirador que debió estar en el edificio de Relaciones Exteriores Y apuntó al comandante, no fue un disparo al azar. A la distancia del tiempo es claro que una mano invisible, no la Defensa ni la Presidencia, se propuso crear confusión, caos y muerte. Imponerse por medio del terror.

Yo seguía en el tercer piso preguntándome por qué la gente se había frenado en su carrera y con eso unos hacían caer a los de atrás; era que veían otra columna de Ejército, la misma que veían mis compañeros encerrados en el quinto piso. El Chihuahua no tiene planta baja, está montado sobre dos gruesas columnas dentro de las cuales circulan los elevadores, éstos dan servicio nada más cada tres pisos para ahorrar en mantenimiento, por eso hay esas amplias terrazas en el tercero y el sexto: son el acceso a los elevadores.

A mis lados vi a dos jóvenes disparando sobre la gente, al azar, aqui y allá, un grandote a mi derecha, un chaparrito a mi izquierda. Dato notable: disparaban sin protegerse, no hacían como ve uno en cine de guerra que se escudan los soldados detrás de un muro, se asoman un segundo a disparar y vuelven a protegerse: no, nada de eso, y tenían para cubrir el cuerpo las columnas de concreto del edificio; pero no las usaban, disparaban a pecho descubierto, tranquilos seguros, aunque el Ejército regular, de uniforme, ya estaba sobre la Plaza. ¿No temían que los soldados les respondieran el fuego?. Era claro que no. Pero les respondieron.

Luis González de Alba y detenidos. | Foto Manuel Gutiérrez Paredes; 1965-1970 (predominan 1967-1969) Archivo Histórico de la UNAM

En un par de minutos, el de mi izquierda me puso atención, cruzamos miradas, bajó la vista a mi mano izquierda, sobre el barandal y, ahora sé, se percató de que yo no llevaba guante blanco: “¿Y tú?”. Me confundieron con uno de ellos: yo tenía la edad, la complexión y una chamarra para beisbol de amplios hombros, pelo si no de corte militar, no largo en plenos años sesenta de melenas juveniles. Si disparaban junto a mí era porque iba con ellos. Pero, ¿quiénes eran? No eran las columnas de seguridad que Sócrates había propuesto en el CNH que debíamos formar y el tema ni se discutió: fue rechazado con disgusto de inmediato No eran guerrilleros urbanos, que ya los había, puesto que nos gritaron que ahora nos iban a dar nuestra revolución; no eran militares porque disparaban a la Plaza donde ya estaba el Ejército y no iban uniformados. ¿Quiénes eran? Y no me habían detenido de inmediato hasta esa observación a mi mano izquierda que no llevaba guante blanco. No recuerdo más. Me gritó que estaba detenido y, sin moverse de su lugar, me ordenó ponerme con pared de junto a los elevadores, con las manos en alto, como ya había varias decenas, y no mirar a los lados, vista a la pared, otros me empujaron hasta esa posición. Muchos de los allí detenidos eran periodistas, nacionales y extranjeros, porque en diez días comenzaban los Juegos Olímpicos organizados por el gobierno de México. No vi compañeros del CNH entre la gente con brazos en alto frente a la pared, tampoco podía detenerme a buscarlos por que prohibían mover la cabeza: la vista en la pared y las manos en alto: “¡O te vuelo la cabeza de un plomazo!”.

El Ejército, sobre la Plaza, disparaba en respuesta contra el tercer piso y del plafón caía yeso. Me pareció la respuesta normal: ¿no le habian disparado los del guante blanco? Los soldados respondlan el fuego. El ángulo de tiro fue bajando del plafón hacia la pared, hasta que las esquirlas nos comenzaron a quemar. Los del guante blanco se habían tirado al suelo y así se protegían de las balas con el barandal que, para suerte de ellos y de todos, es de concreto, como las columnas, lo único sólido en un edificio de plástico.
Los de guante blanco, tirados en el suelo para cubrirse, nos gritaron “¡Tirense al suelo! ¡Tirense al suelo!!” . Nos dejamos caer de inmediato. Saqué conclusiones No apresuradas; no habían llegado a matarnos porque nos cuidaban con la orden de tirarnos al suelo. ¿Entonces?
Ya lo he narrado. Va de nuevo: los del guante blanco se comenzaron a arrastrar por el suelo empujándose con los codos, movimiento militar, luego unos gritaron a voz en cuello, pero sin sacar la cabeza por encima del barandal, desde el suelo. Entendí el grito: ¡”Batallón de limpia..!. No disparen!
Le gritaban al Ejército que no les disparara: eran el batallón de limpia. Entonces no eran guerilla urbana, ¿eran soldados? El fuego arreció. Estaban junto a mi, con la cara de lado los podía ver: pálidos, aterrados, en pánico. Se comenzaron a reunir en grupos, arrastrándose con los codos. El fuego era ya un estruendo y los gritos resultaba imposible que los oyeran los soldados sobre la Plaza.
Entonces oí bien: habían hecho grupos y, contando del 1 a al 3 gritaban a coro: ¡Batallón de limpia! ¿Y no llevaban uno de esos teléfonos de campaña, como el sargento Saunders en Combate, la serie de Tv los domingos? Puse atención al grito ya mejor articulado: no, no eran de limpia... ¡Batallón Olimpia, no disparen! Era el grito. Olimpia, no de limpia. No había oído antes el nombre, ni siquiera entre la izquierda siempre dada a saber de organizaciones creadas por el gobierno para infiltrarse y espiar. Era imposible que los oyeran abajo los soldados sobre la Plaza. Menos aún podían oír mis compañeros del CNH, encerrados en un departamento del quinto piso con orientación opuesta, hacia el interior de la Unidad Habitacional, entre ellos El Búho Valle.

¿Cómo supimos luego todos que eso gritaban? Porque ya en Lecumberri, en largas tardes de ocio, lo conté decenas, centenares de veces. Así construimos lo que se puede llamar una “versión coral” de los hechos: todos habíamos oído todo y habíamos visto todo porque habíamos estado en todos lados. Cuando Elena Poniatowska comenzó sus entrevistas en Lecumberri, con su enorme grabadora que nomás registraban los celadores para comprobar que no llevara dentro algo prohibido, todos le contaron lo mismo, hasta los muchachos detenidos al azar cuando iban pasando junto a un tumulto donde los granaderos hacían detenciones de posibles estudiantes empeñados en ofrecer breves mítines de información, los ya mencionados “mítines relámpago”. La entrevistadora, fascinada por el tema descubierto, no tuvo una precaución primaria, “Dime lo que viste tú y nada más lo que viste tú”. Se llevó la versión coral repetida por todos. Comenzó a llover. Por las escaleras escurría agua, quizá de calentadores y tinacos perforados en la balacera a un edificio sin paredes sólidas.
Pasaron horas y oscureció. ¿Quién seguía disparando a lo lejos? Ya no era fuego nutrido, pero las detonaciones aisladas seguían. ¿Quién? ¿Por qué? Nos comenzaron a bajar. Bueno, primero nos dejaron en calzones. Ya en la planta baja estuve entre soldados de uniforme. Arriba todos eran policías y los de guante blanco.

GRITARON A VOZ EN CUELLO, ENTENDÍ EL GRITO: ¡”BATALLÓN DE LIMPIA..!. NO DISPAREN!

LA SOLIDARIDAD DE LOS DESCONOCIDOS

Una vez que estuve en la planta baja, en trusa porque a todos nos habían desnudado antes, vi un grupo de jóvenes detenidos y con las manos tras de las nucas, también en calzones, trusas blancas holgadas, grandes. Reconocido por un soplón al que había visto en las asambleas de Filosofía suponiéndolo alumno, me pusieron en la última fila. Pasaba un chaparro, civil, con cara de bulldog, corte de pelo al rape, seguro comandante de policías, creo que era Mendiolea, uno de los jefes de policía cuya renuncia exigiamos. Traía una porra de goma llena de, supongo, balines, y siempre se detenía detrás de mí, lo oía pararse a mi espalda, respirar unos segundos, luego me atiza con la porra en la cabeza. A su regreso hacía lo mismo. Iba y venía, de entre los civiles no aprehendidos, pero agrupados, a los mandos militares. Iba y venía. Y, cada que pasaba atrás de mí, lo oía detenerse, respirar como si concentrara furia, y atizarme en la cabeza con la porra de balines. Luego de varias ocasiones de lo mismo, uno de los jóvenes que estaban adelante de mí, arriesgando una golpiza o la vida, murmuró sin casi mover los labios:
-Psst.. oye -me fue claro que no me conocía-. La trae contra ti... Métete...
Y dio hacia un lado el medio paso más imperceptible que pudo, otros hicieron lo mismo hacia el lado contrario y me dejaron una entrada de dos filas, di pasos muy lentos, tratando de ser invisible, como si me tambaleara, entré y se cerraron detrás de mí. No me volvió a golpear porque a su paso no me encontró ni creyó verme en alguno de mis protectores, pues tampoco oí golpes ni quejidos porque golpeara a otro en mi lugar.
Luego nos fueron llevando, de uno en uno, alzados de los brazos, dos soldados, hacia los camiones con cubierta de lona verde estacionados en la calle lateral de Tlatelolco. Cuando me llevaban a mí, en vilo, los soldados se detenían entre un edificio y otro, escuchaban con atención no sé qué, luego me ordenaban: “¡Corre!. Y debía correr casi de puntitas porque me levantaban en peso. Llegados al resguardo de otro edificio me bajaban y seguían a paso normal. Ya debía ser de madrugada y no habían dejado de sonar, dispersos, aislados, disparos lejanos. Por eso se cuidaban al cruzar entre dos edificios... Supongo.

Vi que pasariamos entre tropa a la que ya habían llevado algo para el desayuno: habían pasado horas sin alimento. Crucé miradas con un soldado que mostraba asombro, incredulidad al verme caminar entre sus dos colegas.

Al pasar junto a un soldado, retiré la cara suponiendo que me lanzaba un golpe. Entonces lo oi decir toma, chavo...,y ponerme algo en los labios. estuve a punto de escupir. Pero recordé su voz: toma, chavo, y abrí la boca: era melón
Ya debes ser viejo si vives, soldado, pero te debo una botella de buen tequila.
No sé tu nombre.
Al Campo Militar número 1 llegué temblando porque en el DF si llueve hace frío y si es octubre, más. Enfrente tuve una fila de miembros del CNH, ya de pie en una extensión encementada. “Ya está”, me dije, nos tienen reconocidos a todos. Me pidieron mi nombre y lo di, nombre y dos apellidos, todo. Ya no había nada más que hacer.

Contra el muro y desunudos. | Foto Manuel Gutiérrez Paredes; 1965-1970 (predominan 1967-1969) Archivo Histórico de la UNAM

El Campo Militar tiene celdas para arrestar soldados que cometen una falta. Son minúsculas. La mía está descrita en Los días y años. Un camastro de metal que algún soldado bajo arresto había cubierto con unas pocas hojas de periódico. Ni excusado ni lavabo. Un foco encendido dia y noche, cubierto por una reja de metal para impedir que el preso lo afloje y se dé un rato de oscuridad por la noche. Lo he vuelto a encontrar en Solzhenitsin: su Archipielago Giulag y Un dia en la vida de Iván Denisovich. También en Koestler: Oscuridad a medio día. La luz eterna, cuando no es parte de una misa de Mozart es parte de la tortura. Pero no tuve otra además de la luz. Hoy encontré un artículo según el cual es esencial privar de sueño al preso para conseguir que se autoinculpe. Entendí la luz día y noche en las soviéticas que no permiten sino estar de pie: no dormir fue sencial en los muchos procesos de Moscú, cuando todos los héroes bolcheviques se acusaron de horribles traiciones y admitieron falsos intentos de asesinar a Stalin, Padre de Todos los Pueblos: no los dejes dormir y mira, casi un siglo después vienen a descubrir investigadores lo que sabían muy bien en la Lubianka.
Otra vez encontré una mirada de asombro en un soldado; jovencito flaco que me vio temblando de frio al señalarme mi celda y, llego de cerrar la puerta de metal, regresó con paso silencioso, sin el tronar de botas militares, sin ruido, abrió mi puerta y me ofreció una cobija. No recuerdo si dijo algo. Me envolví en la cobija y me tiré sobre la cama de metal con periódicos y traté de dormir a pesar de mi convicción de que, ante el nivel de fuego que había oído, aunque no viera la Plaza, no había quedado nadie vivo. ¿Habría ido mi hermano Arturo? ¿Y Enrique Sevilla, amigo y camarada de trabajos estudiantiles?, Selma, Nacho Osorio? Los di por muertos. Pero al poco rato hubo un escándalo, gritos entre soldados, insultos, luego un nombre:
-¡Soldado Cayete! -y siguieron voces más calmadas. Luego silencio.

Al minuto escaso, sin que hubiera oído ni sus pasos que anteriores, nada, hubo unos golpecitos de nudillo en mi puerta, como si yo pudiera abrir por dentro o dar permiso: Pase. Debo de haber dicho un simple: ¿Si?, sorprendido. Se abrió la puerta. Era el soldadito con cara compungida. Entendí lo que había ocurrido. No me había prestado su cobija, sino la de otro, la del gritón de un rato antes. Le sonreí.
-No te preocupes-dije tendiendole la cobija.
-Perdón... Es que...
Si.. Gracias..
Soldado Cayete, flaquito: también te debo un tequila.

Al día siguiente comenzaron a sacarnos de uno en uno. Se oía el tronar de botas del rondín, luego la exclamación: ¡Sale Gilberto Guevara Niebla!. Ruido metálico de llaves, pasos. Luego de un tiempo quizás horas, se oían de nuevo las botas a paso de marcha “¡Vuelve Gilberto Guevara Niebla!”. Uf... volvió. Así todos salían y volvían. Y como en el poema atribuido a Brecht: Un día vinieron por mí. Una madrugada. Aire helado de mediados de octubre. Oí una descarga de fusilería en la oscuridad. Caminando entre los soldados y con tono que pretendía ser natural, pregunté Y eso?
-Acabamos de fusilar a uno de los tuyos... El que sigue eres tú..

YA ESTÁ”, ME DIJE, NOS TIENEN RECONOCIDOS A TODOS. ME PIDIERON MI NOMBRE Y LO DI, NOMBRE Y DOS APELLIDOS, TODO

No, no caí de rodillas y suplicando aferrado a sus piernas que todavía no, que era muy joven y no conocía París, que no me habia recibido... No les creí. Pero, además, si había estado convencido, sin sombra de duda, la tarde del 2 de octubre, de que nos iban a matar a todos los presentes y tirados al suelo en el tercer piso del Chihuahua y no había ocurrido, ya al menos había ganado una semana o no sabía cuánto tiempo, había perdido la cuenta, pero ese tiempo ya era ganancia, tiempo extra que no había creído tener. Además, observé, cruzábamos el Campo Militar rumbo a una luz lejana, como de casita en el bosque: Hansel y Gretel, pensé. No parecía el rumbo de un paredón de fusilamiento. Llegamos a la casita iluminada en la noche. Entramos. Habia escritorios y agentes del Mnisterio Público con máquinas de escribir, civiles malencarados y militares sin emoción.
Publiqué en Milenio “Perdóname, soldado.. Perdoname.. ¿Perdóname qué? Mi descuido, mi desatención, mi incapacidad par observar y valorar lo que hiciste por mí”.

No era un soldado raso, sino oficial; uniforme verde oscuro con una raya roja muy gruesa al costado del pantalón. No alto, quizá mas bajo que yo (mido 1.70) o igual. Y creí por más de diez años que se golpeaba una mano contra otra porque tenía frío. No me lo perdono.
No sé si recuerdes, soldado, al muchacho de camisa tan chica que no le cerraba, pantalón apenas abajo de la rodilla, como de Mozart.
Me los habían puesto en Tlatelolco, traídos de entre los desorden de un alto mando. quizá un coronel, que me había preguntado ¿Y usted por qué está en calzones?. Y había dicho “usted”. Si yo hubiera estado en medio de la tragedia que iba a teñir la política mexicana por medio siglo, me habría reido: “Viera, mi coronel, yo así los mitines.. Me llevaron ese pantalón de talla infantil y una camisa de manga corta talla ocho años.
Te dijeron que me interrogaras y entramos a un cuarto. Lo vi oscuro y vacío, dije: Ya está, es lo que siempre he oído: los toques eléctricos, la tortura, la asfixia, los golpes. Dejaste la puerta entreabierta y pasaba un rayito de luz. Con qué fin lo descubrí años después. A la primera pregunta, mi nombre, te diste el primer golpe en las manos. Hacía mucho frío, era natural.
Recuerda a ese muchacho, tembloroso, que te dijo todo lo que preguntaste. Te dije, mientras te golpeabas una mano contra la otra que subió al tercer piso un grupo de hombres jóvenes en ropa civil, paso veloz, guante blanco en una mano y pistola en otra, al grito de “Ahora les vamos a dar su revolución, hijos de... etc.”

Cuando mencioné el guante blanco, el nombre Olimpia, los ruegos de que no les dispararan, te vi asombrado. Me pediste repetir.
Lo hice.
Te dije: Me sorprendió que les sorprendiera la respuesta del Ejército porque era de esperar si los veían disparando. Los del guante blanco se tiraron al suelo, asustados, y comenzaron a gritar, oi “¡Batallón de limpia! ¡No disparen!. Luego estuvo claro: no era limpia, sino Olimpia.
Súbitamente dejaste de golpearte el puño de una mano contra la palma de la otra al oirme decir eso. Me pediste repetir y explicar. Repetí Batallón Olimpia. Y “no disparen porque no traian ni un radio de campaña. Gritaban a coro. Aterrados Entonces me pediste, en tono muy distinto, confidencial, como un secreto entre nosotros: Mira.. Ahora, vas a salir y decir ex-ac-ta-men-te esto al Ministerio Público.
Cuando lo intenté, un tipo alto y grueso como un ropero, atrás del MP, tronaba ante esos datos: “Eso no se escribe!. Y no se escribia. Te busqué para que me ayudaras a cumplir tu exigencia: decir exactamente lo mismo que a ti. No recuerdo haberte visto. Ahora me parece que, alli, ustedes no tenían el mando.

Como una iluminación se abrió la verdad unos quince años después: no tenías frío, te golpeabas una mano con otra, y precisamente acompañando cada pregunta, para que, los de afuera, oyeran tus golpes. Y por eso, para que te oyeran, dejaste la puerta entreabierta y entraba aquel rayito de luz. Te diste en las manos la golpiza que no me diste a mí.
"Gracias, teniente, nunca me he perdonado la tardanza en ver tu compasión. Te debo disculpas, abrazos y tequilas. Y unas lágrimas de arrepentimiento. Perdóname...""