La madrugada del 30 de julio fue derribada la puerta de la preparatoria 3. Detrás de ella se agolpaban decenas de estudiantes | Foto AGN / Fondo Hermanos Mayo

MI SESENTA Y OCHO

POR ANDRÉS SILVA PIOTROWSKY

Tenía siete años y a unas cuadras de mi casa empezaron las detonaciones. Son cohetes, decían nuestras madres, mientras los amigos jugábamos en el estrecho patio del vecindario.

Mi hermano mayor usaba el cabello largo, tocaba la guitarra, fumaba mariguana, leía revistas chinas, estudiaba. Un día después, una de nuestras madres, arribó al patio con un diario entre las manos: mataron a los estudiantes, gritaba. Recuerdo sus ojos con un profundo dolor de vidrio.

Mi razón infantil asoció la muerte con mi hermano estudiante. Cuando no llegaba a la casa, el miedo me atrapaba y me escondía entre las cobijas viejas.

Años después, me di cuenta de que mi miedo era el dolor de aquella señora y no era infundado: en la Plaza de las Tres Culturas, de algún modo, habían asesinado a sus hijos y a mi hermano, al mismo tiempo en que nacía un país que, hasta ahora, a sus cincuenta años, a duras penas está aprendiendo a caminar.