Foto Alfredo Domínguez

Nunca vamos a saber cuántos murieron; ese es aún el gran pendiente, dice La Chata

POR BLANCHE PETRICH

En la calle donde vive María Fernanda Campa, participante en el movimiento estudiantil del 68, vive un militar veterano: el general Fernando Torres. Fue director de la Escuela Médico Militar en los años 60. Durante décadas no cruzaron más que los buenos días, las buenas tardes. Hasta que un día el militar en retiro tocó a la puerta de La Chata, como se le conoce. Ella es la primera geóloga egresada del Instituto Politécnico Nacional (IPN), hija del histórico líder del movimiento ferrocarrilero Valentín Campa, e integrante del Consejo Nacional de Huelga (CNH) durante los acontecimientos de hace medio siglo.

Fue una visita muy corta. El militar quería decirle que en el libro La noche de Tlatelolco, la periodista Elena Poniatowska “exageró” el número de víctimas de la embestida militar contra la manifestación pacífica del 2 de octubre y que los muertos “no fueron tantos; no más de 25”. Tal vez el viejo soldado no sabía que muchos de los testimonios que se registran en el emblemático libro son de personas que La Chata puso en contacto con la escritora. Tal vez sí.

María Fernanda lo paró en seco. Ese día, hace ya 53 años, ella estuvo ahí con su hija Manuela en brazos. Iba camino al edificio Chihuahua para subir al piso tres y tomar el micrófono para anunciar a los estudiantes congregados que su padre y Demetrio Vallejo, presos desde hacía ocho años, iniciarían el 3 de octubre una huelga de hambre en la Penitenciaría de Santa Marta Acatitla en solidaridad con el movimiento. “Libertad a los presos políticos”, era una de las consignas centrales.

No alcanzó a hacer el anuncio. El ataque militar empezó antes. Presenció cómo militares de distintas unidades barrieron a la multitud con ráfagas de armas largas. Su esposo en aquel entonces, Raúl Álvarez Garín, quizá la cabeza más notable del Comité 68, cayó preso esa noche. Ella se refugió con su niña, de poco más de un año, bajo el paso a desnivel que cruza lo que ahora es el Eje Central y regresar por ahí hacia el edificio donde vivían, allí mismo, en Tlatelolco.

Era tan fuerte la represión y el Estado desaparecía todo lo que se movía; la única opción después del 68 fue la guerrilla, reconoce la hija de Valentín Campa.

–¿La trataba de convencer con la versión de que los muertos “no fueron tantos”?

–¿Cuántos murieron? Quizá nunca lo vamos a saber. Desaparecieron cuerpos, borraron evidencias. Supimos de muchos que no pudimos comprobar. En mi caso tengo un testimonio. Yo trabajaba entonces en el Instituto Nacional del Petróleo (‘fui fundadora, a mucha honra”) y tenía un chofer que había conducido ambulancias de la Cruz Verde. Él me contó que lo mandaron a la plaza de Tlatelolco la noche de la matanza a recoger cuerpos que llevó al Campo Militar Número 1. Dio varias vueltas. Sé que es imposible documentar este testimonio, pero doy mi palabra que así fue.

–¿Genocidio sin genocidas?

–Cuando el calendario vuelve a poner en el centro del debate la masacre de Tlatelolco, hay voces que repiten: “No fueron tantos” los muertos. El propio Díaz Ordaz, en 1977, cuando fue nombrado embajador en España, dijo: “creo que fueron más de 30, pero no llegaron a 40”. ¿Cómo se atreven a decirlo?, si nunca los contaron, no los identificaron. No hubo autopsias ni actas de defunción. Ese sigue siendo el gran pendiente del 68: cuántos y quiénes. Ese y el papel que jugaron los militares. Los intocables siguen intocados. Como dice el abogado Raúl Jiménez, es un genocidio sin genocidas. Por eso, cuando reclamamos justicia no sólo hablamos de Díaz Ordaz, de Luis Echeverría, de los civiles. Hablamos del Ejército.

“Y esta es una tarea pendiente para Andrés Manuel López Obrador. Yo creo que la medida más consecuente de su parte sería nombrar secretario o secretaria de la Defensa a un civil. Hay muchos antecedentes en el mundo: en Chile, por ejemplo, Michelle Bachelet –hija de un general víctima de la dictadura de Pinochet– fue ministra de Defensa antes que presidenta. Eso sí sería hacer una transformación de verdad.”

–El gobierno y mucha prensa decía que los estudiantes eran comunistas. ¿Qué tan real fue el peso del Partido Comunista (PC) en el movimiento estudiantil?

–No mucho, la verdad. Para el 68 Raúl y yo ya habíamos sido expulsados del PC. Luego metieron presos a los comunistas para demostrar sus señalamientos. Pero no fueron una fuerza determinante.

–¿Y Valentín Campa?

–La mañana misma del 2 de octubre fui a ver a mi papá a la cárcel para saber si él y Vallejo iban a irse a huelga de hambre. Me dijeron que sí. Al día siguiente volví a verlo, ya con la angustia y las noticias de lo que había sucedido y sin saber nada de Raúl, si había caído, si lo habían matado o dónde lo tenían. Mi papá me dijo: “¡Pero qué ingenuos fuimos! Por la mañana vimos que vaciaron las crujías de los comunes y no nos dimos cuenta. Claro, era para tener las celdas vacías. Estaban preparándose para llevar cientos de presos esa misma noche. Eso demuestra que en la operación militar hubo premeditación”. Y también me dijo: “Raúl está vivo, está entre los presos que trajeron anoche”. En ese momento no lo pude ubicar. Pasó meses en el Campo Militar Número Uno.

Generación tras generación

Hija de quien es –su madre es una de las pioneras del feminismo mexicano, Consuelo Uranga– La Chata Campa considera que en ella, que ha tenido su propia trayectoria, sus propias luchas, se ejemplifica cómo, a lo largo de generaciones, unas batallas se trenzan con otras, del pasado al presente.

“Que no se piense que el movimiento estudiantil del 68 nació así, de repente, sin una historia previa. Años antes se libraron las luchas de los ferrocarrileros, de los agraristas, del magisterio, por la libertad de los líderes sindicales presos, la lucha contra el charrismo.

“Mi propia vida significa eso. Me tocó participar en el comité que luchaba por la libertad de los presos políticos que dirigió David Alfaro Siqueiros. Eso lo podemos hilar con el Movimiento de Liberación Nacional, cuando Estados Unidos quiso invadir Cuba y se movilizó el general Lázaro Cárdenas.

“Yo me estrené a los 16 años. En 1956 entró el ejército al Poli para sacar a los estudiantes que vivían en los internados, donde vivían los estudiantes más pobres, los hijos de campesinos. El Ejército tomó todo el IPN solamente para obligar a las autoridades a cerrar los internados. Yo estaba en la Voca. Era la única mujer en la asamblea y propuse la huelga. Y nos fuimos a huelga.”

–¿Y después del 68?

–Fue la guerrilla. Recuerdo que mi papá contaba que intentó dialogar con los muchachos que se incorporaban a los movimientos armados y que no los pudo convencer. Era tan fuerte la represión en esos años que decían que todas las vías de la lucha pacífica estaban cerradas. Esto es importante entenderlo. El Estado reprimía, desaparecía a todo lo que se moviera. Y ahí vino la guerra sucia.

–Y de ahí se trenza otra lucha: la de las madres de los desaparecidos.

–Absolutamente. Rosario Ibarra de Piedra, junto con madres de desaparecidos, más de 500, dieron una lucha feroz por la aparición con vida de los desaparecidos. Y en general por los derechos humanos. Su voz fue importantísima. La tuvieron que escuchar.

“Y ese movimiento siguió, junto con la lucha política. De ahí fue que Valentín Campa se lanzó como candidato a la Presidencia, el único de oposición contra José López Portillo, porque esa vez (1976) ni el PAN participó.

“A una lucha le sigue otra. Es algo que no tiene fin, es la historia de la humanidad misma.”

¿Después de la renuncia de Octavio Paz en la India? ¿Después del “poder negro”? ¿Después de Haight and Ashbury? ¿Después de “hagamos el amor y no la guerra”? ¿Después de De la imaginación al poder ? ¿Después del México que despertó y con el que despertamos hace 53 años?

¿Cómo volver a ser como antes?...