POR JOSÉ RAMÓN ENRÍQUEZ
En su reciente libro Adiós al 68, afirma Joel Ortega Juárez que “si todos los que dicen haber estado en la Plaza estu- vieron ahí, seríamos casi un millón de personas”. Tiene toda la razón y creo que sería un buen ejercicio de memoria, por parte de todos, quienes estuvieron en la Plaza y quienes no, tratar de fijar su lugar en esa tarde y la importancia que ha tenido a lo largo de sus vidas. Al fin de cuentas todos somos sobrevivien- tes, unos de la masacre, otros del simple pero implacable paso de cincuenta años por encima de nuestras juventudes.
Yo no estuve ahí. Participé en el Movimiento como un joven más, de a pie, hasta fines de septiembre, cuando viajé con mi padre a España. Atrincherado tras su pasaporte de mexicano por naturalización, mi padre accedió a volver aunque Franco estaba todavía vivo. Regresamos a México en noviembre.
Tal vez si hubiera estado en la ciudad habría ido a la Plaza. Tal vez no. Tal vez hubiera estado crudo y a esa hora me la habría estado curando con ron blanco. No lo sé. Pero yo no estuve ahí. Sin embargo (a pesar de que estoy de acuerdo con Marcelino Perelló cuando afirmaba que el 68 no podía circunscribirse a una noche ni a una Plaza porque era parte de una década y de un mundo), aquella precisa tarde en Tlatelolco fue fundamental para mí, y los meses que viví del Movimiento definieron el rumbo de mi vida.
Aunque parezca una exageración, es exacto decir que los ecos de aquellos tiros en la Plaza cruzaron el charco y llegaron a Madrid. En un sentido, esos ecos llegaron a varias ciudades del mundo con mayor fuerza aún que en México.
Aquí la prensa fue acallada u obligada a tergiversar los hechos, pero los muchos corresponsales e incluso fotógrafos extranjeros que estaban en la ciudad para las Olimpiadas dieron sus primeras páginas al crimen y lo calificaron justamente con ese nombre. No sólo Oriana Fallaci estuvo ahí, aunque ella fue efectivamente herida; muchos otros periodistas mandaron testimonios y fotografías que pudieron salvar del registro enfurecido de los represores.
El último libro de Sergio Aguayo, El 68. Los estudiantes, el Presidente y la CIA, dedica un capítulo precisamente al tema de “La noche de Tlatelolco vista por la prensa extranjera” y afirma que “en Tlatelolco estuvieron presentes 14 agencias noticiosas internacionales, 20 corresponsales y 62 enviados”.
Nos hace saber que el New York Times del 3 de octubre decía: “tropas federales dispararon con ametralladoras contra una manifestación estudiantil”, y afirmaba que “el ejército y la policía abrieron fuego sin advertencia”; Le Monde calificó aquello como “una masacre” y Paris Match le dio su portada. El gobierno de Díaz Ordaz no pudo acallar a la prensa internacional.
Pero en España se dio especial vuelo a la masacre por órdenes del entonces ministro de Información y Turismo del franquismo, el inefable Manuel Fraga. Hay que recordar que México, desde los tiempos del General Cárdenas, no reconoció nunca al régimen de Franco, hasta tiempos de López Portillo y ya como rey Juan Carlos.
Así que desnudar al país que gallardamente había recibido a los exiliados y admitido como legítima una embajada de la República española en el exilio, fue un dulce que Fraga y el dictador saborearon con deleite.
En España había habido algunos ecos del 68 francés, todos interrumpidos por la irrupción a caballo de “los grises” (como se conocía a la Policía Armada) pero sin ningún muerto. En cambio, el Presidente de una República “democrática” ordenaba al ejército masacrar estudiantes.
Cuando desperté el 3 de octubre, los balazos en la Plaza se escuchaban en Madrid.