Para Carlos Martín Briceño, destacado cuentista yucateco, a pesar de que la pandemia ha propiciado el interés de los lectores a tener nuevas adquisiciones, reconoce que el motor creador de los escritores es el intercambio social con la gente, mismo que hasta ahora permanece controlado.
“Contundentemente digo que sí, la pandemia ha ayudado a la lectura, así como ha ayudado a Netflix. La gente se ha acercado más a los libros porque se cansa de la imagen. Las personas revalorizan el hecho de contar con un buen libro”.
Menciona también que ahora más personas piden recomendaciones de libros y ha aumentado el número de grupos de lectura “para matar el tiempo”. Sin embargo, con el distanciamiento social a largo plazo, para los escritores, el efecto “se revierte porque dejamos de tener ideas”, explica el autor de Montezuma’s Revenge.
“Esto no puede ser eterno (distanciamiento social) como dice Enrique Serna. Los escritores también nos nutrimos de la vida y la pandemia, aunque la queramos ver como una oportunidad para reflexionar, también es una oportunidad para dejar de vivir. Si no tienes experiencias, si no sales, si no te enfrentas con la gente ¿de qué puedes escribir?”.
En el caso del narrador, recalca que su composición siempre nace a partir de circunstancias de la realidad: “me cuesta mucho trabajo ficcionar totalmente, tomo comentarios de situaciones, de pleitos que veo entre parejas de repente, me imagino qué está sucediendo entre ellos, de cosas que voy robando de la gente sin que ellos se den cuenta. Y si no tengo contacto con la gente, pues no les puedo robar nada”.
El narrador ha sido galardonado con varios premios nacionales e internacionales, como el Premio Nacional de Literatura José Fuentes Mares 2018, el Premio Internacional de cuentos Max Aub 2012 y el Premio Nacional de Cuento de la Universidad Autónoma de Yucatán 2004.
El libro más reciente de Martín Briceño, Toda felicidad nos cuesta muertos, sería presentado en ferias del libro. Sin embargo, tuvo que cancelarse debido a la contingencia sanitaria del Covid-19.
“A los escritores nos encantan las presentaciones de libro en vivo, seguimos pensando que es como el bautizo del niño y ahora sólo hubo bautizos virtuales”
En lo que respecta a los eventos virtuales, el escritor agregó que “llegaron para quedarse” y que se combinarán con los eventos presenciales.
“Los seres humanos descubrimos que la virtualidad es una posibilidad, va a combinarse con las situación en vivo. Difiero con las personas que dicen que la virtualidad es para siempre, y no es cierto, porque nos encanta el contacto, la sonrisa, la firma, viajar”.
UUno de los temas recurrentes en la narrativa de Martín Briceño, son los problemas de pareja y las relaciones personales, por lo que asegura que la contingencia “te lleva a dos cosas: o te das cuenta que realmente amas a tu pareja o de plano no es como querías y decides separarte. Yo conozco infinidad de parejas divorciadas ya durante la pandemia. Cuando estás tan cerca de tu pareja no hay medias tintas”.
El cuentista asegura que estos relatos comenzarán a aparecer en la literatura y en el cine.
A los escritores nos encantan las presentaciones de libro en vivo, seguimos pensando que es como el bautizo del niño y ahora sólo hubo bautizos virtuales
El primero en entrar fue Mauricio. Yo me quedé afuera, en la semioscuridad del pasillo de
aquel hospital, arrepentido por no haber tenido el valor para decirle a mi hermano menor
algunas palabras que lo reconfortaran. Nunca fuimos muy unidos, teníamos serias
discrepancias en cuanto a nuestras formas de entender la vida. A él, que abandonó la
carrera de arquitectura para dedicarse de lleno a la pintura, le parecía que yo era un tipo
mediocre por haber estudiado derecho, una profesión gris, decía, cuyo único fin era el de
“hacer dinero”. Detestaba mi “burgués” estilo de vida, pero, irónicamente, trabajaba mucho
menos que yo, seguía soltero y gozaba del apoyo económico incondicional de mis padres.
A mí siempre me pareció que el más burgués de los dos era él. No obstante estas
diferencias nos queríamos y, aunque nos frecuentábamos poco, cuando mi madre nos
convocaba por algún asunto importante, acudíamos de inmediato.
Mamá había pedido que llegáramos puntuales. El horario de visitas para los enfermos
en terapia intensiva en aquella clínica era muy estricto. Hasta que no trasladasen a mi
padre a una habitación privada no podríamos verlo con libertad. Mucho menos traerle a
alguno de sus nietos. Así lo había dicho el médico y ella rogó que respetáramos la orden.
–Vengan solos, van a entrar uno por uno. Estarán con él menos de quince minutos –
recalcó por teléfono.
A unos metros de mí, en una salita de espera con aire acondicionado donde una
televisión transmitía telenovelas sin descanso, Lorena platicaba en voz baja con mamá. Las
vi de reojo: tenían las manos entrelazadas. Pinche Lorena. Ella había tenido mucho que ver
con todo esto. Fue la primera en presionar a mamá para que autorizara a los médicos hacer
“lo que fuera necesario”. Devota del yoga, el new age y el reiki, mi hermana parecía irradiar
siempre una tranquilidad desquiciante, pero sus dos oscuros divorcios, aunados a sus
constantes cambios de trabajo, evidenciaban su verdadera naturaleza. Ahora, de seguro,
estaba aconsejando a mamá acerca de cómo “anteponerse ante la adversidad”.
Cuando Mauricio volvió venía muy alterado. Me di cuenta que tenía el rostro
transfigurado por la pena. Lloraba. Traté de abrazarlo, pero él, tajante, me rechazó.
–Apúrate, carajo, todavía faltan Lorena y mamá –dijo.
Atravesé la primera puerta y me topé con un lavabo de acero inoxidable y un gancho
donde colgaban batas, guantes y cubrebocas. Mientras intentaba colocarme correctamente
la bata, pensé en cuánto me hubiera gustado que mi padre muriera de un paro cardíaco y
no de estos putos infartos cerebrales intermitentes que lo estaban matando poco a poco.
Probablemente él hubiera deseado lo mismo. Ya con el disfraz, me encaminé a la puerta
abatible que daba al área de terapia intensiva. Al entrar el olor a cloro, alcohol y
desinfectante hizo que comenzara a picarme la nariz y me esforcé para no estornudar.
Separados tan sólo por unas frágiles mamparas de plástico, había allí una veintena de
lechos. Me llamó la atención que hubiera tanta gente visitando a sus enfermos. Si lo que
necesitaban estos pacientes para reestablecerse era tranquilidad, en este lapso de tiempo
no la iban a encontrar. Me acerqué a un joven enfermero que reía con alguien en su celular
y le pedí que me indicara cuál era la cama que correspondía a mi padre. Sin soltar el
teléfono buscó el apellido en una bitácora y señaló una de las mamparas con el índice.
Papá, vestido con una de esas feas batas azules, dormía profundamente. Estaba
conectado a numerosos tubos y una máscara de oxígeno le ayudaba a respirar. En su
cráneo totalmente afeitado, resaltaban las costuras brillantes de la operación reciente. Una
doctora, blanca y regordeta, le tomaba el pulso.
–¿Cómo está? –dije, para romper el silencio.
–Estable, joven –respondió, esbozando una benévola sonrisa.
–Ah...
–¿Es su papá? Tiene un corazón muy fuerte –agregó, abriendo mucho los ojos. –A su
edad no cualquiera aguanta una operación así.
Levanté la mirada y traté de sonreír.
–¿Usted cree que se recupere? –pregunté, fingiendo desconocimiento, aun
cuando mi
madre me había advertido que los médicos pronosticaban bajísimas posibilidades.
–Sólo Dios sabe –respondió, evadiendo cualquier compromiso, anticipando el fracaso,
colgándole la responsabilidad a la divina providencia.
¿Y para que chingados lo operaron?, me entraron ganas de gritarle, pero además de que
ya sabía la respuesta –para bajarle a la familia la mayor cantidad de dinero posible–, no
quise verme como un idiota. Ya mamá conocía mi opinión sobre el asunto y me había
advertido cuando hablamos largamente sobre el tema: cuidadito le reclamas algo a tus
hermanos o a los doctores.
Le acaricié el hombro a mi padre. Sonriente, la mujer volvió a la carga:
–Háblele, joven, dígale que está usted aquí, platíquele que tiene que poner de su parte
para recuperarse. Es lo que necesitan oír los enfermos cuando están convaleciendo. Les
hace mucho bien. A lo mejor hasta abre los ojos al reconocer su voz.
No contesté. Hice una señal de adiós con la mano, dándole a entender que se largara.
Cuando la doctora se retiró ya había transcurrido más de la mitad del tiempo que me
tocaba. Observé con detenimiento la gran cantidad de cables y aparatos que mantenían a
mi padre con vida artificial. ¿Y si desenchufaba la máquina de oxígeno sin que nadie se
diera cuenta? Recordé que alguna vez, cuando comenzaba a desvariar por los primeros
micro infartos, mientras lo llevaba en mi automóvil al desayuno semanal con sus viejos
amigos –único acto social no familiar al cual se permitía asistir–, tuvo un inesperado repunte
de lucidez. Me dijo que a sus ochenta y cinco ya no le tenía miedo a la muerte, que había
vivido una buena vida y formado una gran familia. “Lo que sí no quiero”, enfatizó, “sería
comenzar a dar pena como el Suzo Buenfil, ese pobre que seguía yendo en silla de ruedas
y con tanque de oxígeno a las reuniones del Colegio de ingenieros; o peor aún, acabar
como tu tío Alfredo, tirado en una cama sin poder hablar ni comer o tomar siquiera una
cerveza, llenando de preocupaciones a toda la familia, obligado a que otros te bañen y
limpien las nalgas”. Estaba tan sorprendido por su repentino acto de franqueza que detuve
el coche, me le quedé mirando y prometí encargarme de que nada de esto sucediera. Tres
meses después me encontraba junto a mi padre en la sala de cuidados intensivos de este
hospital, observando cómo el destino, coño, lo llevaba justo hacia lo que él tanto temía.
¿Por qué era tan difícil para mi madre y mis hermanos entender que no tenía ningún
caso empecinarnos en mantenerlo con vida?
¿Tanto trabajo les costaba aceptar lo inevitable?
Aun suponiendo que consiguiera brincarla, papá nunca volvería a ser el mismo. Iba a
salir lleno de secuelas, iguales o peores que las del tío Alfredo. No quería ni imaginar el
calvario que le esperaba.
Tratando de sobreponerme y cumplir con el protocolo coloqué mi mano derecha sobre
una de las suyas y le hablé en voz queda.
–Papá, soy Ricardo, ¿me escuchas?
Silencio. Lo único que se oía era el ritmo de su respiración dificultosa.
Volví a intentarlo, pero esta vez le apreté la mano y subí la intensidad de mi voz.
–Papá, ¿puedes oírme? ¡Soy Ricardo!
Nada. Sólo el sonido de su respiración. Coño, coño, coño. Todo era inútil, mi padre
jamás volvería a estar con nosotros. Desvié la mirada y caí en la cuenta de que nadie se
fijaba en mí. Había demasiada gente. Por unos segundos pasó por mi cabeza la idea de
arrimarme al respirador artificial y desconectarlo. ¡Sería tan sencillo! Me acerqué al enchufe
pero enseguida una mezcla de conciencia y cobardía me hizo vislumbrar lo que
sobrevendría: el ajetreo, los reclamos, los gritos, las preguntas, las explicaciones, el repudio
de la familia al enterarse de la intentona. Imposible. No estaba listo para jugar a ser Dios. Vi
en mi reloj que ya le había robado cinco minutos a Lorena. Derrotado, me acerqué a darle
un beso a mi padre en la frente y di media vuelta para retirarme.