La biblioteca como afluente de saberes ¿En dónde reverbera el eco del hallazgo?

RULO ZETAKA

Poner un pie delante de otro tiene una variación sonora que depende del lugar de contacto, a veces retumba el golpe contra las piedras, se amortigua en el césped o se dilata en el pavimiento donde tantos pasos se han dado. En otras ocasiones están confinados entre, al menos, cuatro paredes y un techo.
Podemos reconocer la diferencia entre el sonido de los tenis al de las chancletas, o el de las botas a los tacones. Hay entre estos espacios dentro de las paredes un sonido particular, que sólo se descubre en la introspección de deambular en algo que en el lenguaje geográfico le dicen estrecho, espacio de tierra entre dos torrentes de saberes líquidos que se nos escapan de las manos. Es ahí donde solemos tener un paso pausado, inclusive sigiloso cuando hay alguien más en el pasillo. Nos detenemos un instante eterno cuando se logra el descubrimiento, poniendo nuestras manos en forma de cuenco para que no se nos escape el vital líquido.

Ciertos edificios, como la Biblioteca Central de la UNAM, se convierten en marcas en el terreno, al grado que son reconocibles por la gran mayoría de la población, aunque nunca hayan estado cerca de ellos y menos en su interior. Foto: jusaeri

Llevamos más de un año cubriéndonos los rostros con mordazas que funcionan como sordina de nuestra voz, y nuestras miradas se fijan atentas en la cantidad de personas o la distancia que nos separa de ellas.
Los afluentes devenidos en pasillos, ahora vacíos, extrañan el susurro de quien se desliza cuando dos personas se encuentran, los hallazgos están esperando nuevas manos y viejas miradas que los escudriñen permitiéndose reinterpretar, reconstruir y renacer con cada lectura.
Cuando empezaba a escribir estas palabras sentí una nostalgia de una época estudiantil, donde habitaba bibliotecas, oasis de saberes y aire acondicionado, espacios seguros ante el inclemente clima, y conforme se desbordan las palabras me percato que casi la mitad de mi vida ha acontecido de una u otra manera entre libros que se reordenan continuamente en estantes de madera y aluminio.
Ahora miro las bibliotecas diferente, no sólo por extrañarlas sino porque las vivía de una manera distinta, el refugio cambia de matiz, pero sigue siendo un puerto de llegada obligado. Ante esta mirada, hoy se escu- cha hablar en el circuito de quienes trabajan o tienen bibliotecas más del préstamo a domicilio, de las estrategias para tener un catálogo depurado y de la digitalización. Quienes habitamos la lectura ya perdimos la cuenta y el sentido de nuestras carpetas con PDFs, buscamos sin brújula en librerías para adquirir o visitamos la página de piratería de confianza.

Todas y cada una de estas adecuaciones de quienes leen y quienes organizan carecen de sentido, como andar en una caminadora, deambulamos sin perdernos, con la mirada fija en los espejos negros que nos llenan de luz los rostros.
Pusimos en confinamiento nuestra curiosidad. El atronador caudal de información es un río revuelto donde no ganamos quienes pescamos; más bien, nos confundimos como en cascada donde nada se puede asir. El eco de los hallazgos es ínfimo, sucede en una búsqueda de las tres de la mañana que encuentra una compra, pero algo falta, el libro que se traslada por paquetería y fue resultado de pedir en la tienda en línea más grande del mundo no llega con el mismo espíritu, sabemos que carece, pero no solemos saber de qué.
¿Será que nuestra fascinación del olor a viejo pueda venir en un sobrecito? ¿Habrá mesas sólidas de madera en un espacio suficiente donde poder tener apiladas decenas de libros? ¿Será nuestro escritorio de trabajo, recreación y mesa de cocina un espacio suficiente para tener todo lo que necesitamos? Y aunque pudiésemos afirmar, nos perdemos de la vida de biblioteca que pasa por lecturas tanto como por conversaciones, las cuales se convierten en amistades de libros o a través de los libros.
Y aunque insondable, es un agua mansa que se deja escudriñar en cada orilla, encontrar especies que creíamos extintas, disfrutar de libros que quisiéramos tener y ya no están disponibles para compra, susurrar secretos y gozar de la ilegalidad del alimento.
Estos espacios extraños ahora están a merced de la política pública asociada a la educación institucionalizada inoculándonos nostalgias que tememos devengan en emociones monstruosas, debido al temor que nos genera el no tener idea de cuando podamos nuevamente cruzar el umbral, dejar nuestros envases con café y agua a la entrada para sentirnos Catherwood en la selva baja caducifolia, Bastian Baltazar Bux en Perelín, o Ryzsard Kapuscnski en Angola.

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