Poner un pie delante de otro tiene
una variación sonora que depende del lugar de contacto, a veces retumba el golpe contra las piedras,
se amortigua en el césped o se dilata en el pavimiento donde tantos
pasos se han dado. En otras ocasiones están confinados entre, al menos, cuatro paredes y un techo.
Podemos reconocer la diferencia
entre el sonido de los tenis al de las
chancletas, o el de las botas a los
tacones. Hay entre estos espacios
dentro de las paredes un sonido
particular, que sólo se descubre en
la introspección de deambular en
algo que en el lenguaje geográfico
le dicen estrecho, espacio de tierra
entre dos torrentes de saberes líquidos que se nos escapan de las
manos. Es ahí donde solemos tener
un paso pausado, inclusive sigiloso
cuando hay alguien más en el pasillo. Nos detenemos un instante
eterno cuando se logra el descubrimiento, poniendo nuestras manos
en forma de cuenco para que no se
nos escape el vital líquido.
Ciertos edificios, como la Biblioteca Central de la UNAM, se convierten en marcas en el terreno, al grado que son reconocibles por la gran mayoría de la población, aunque nunca hayan estado cerca de ellos y menos en su interior. Foto: jusaeri
Llevamos más de un año cubriéndonos los rostros con mordazas que
funcionan como sordina de nuestra voz, y nuestras miradas se fijan
atentas en la cantidad de personas o
la distancia que nos separa de ellas.
Los afluentes devenidos en pasillos,
ahora vacíos, extrañan el susurro de
quien se desliza cuando dos personas
se encuentran, los hallazgos están
esperando nuevas manos y viejas
miradas que los escudriñen permitiéndose reinterpretar, reconstruir y
renacer con cada lectura.
Cuando empezaba a escribir estas palabras sentí una nostalgia de
una época estudiantil, donde habitaba bibliotecas, oasis de saberes y
aire acondicionado, espacios seguros ante el inclemente clima, y conforme se desbordan las palabras me
percato que casi la mitad de mi vida
ha acontecido de una u otra manera
entre libros que se reordenan continuamente en estantes de madera
y aluminio.
Ahora miro las bibliotecas diferente, no sólo por extrañarlas sino
porque las vivía de una manera distinta, el refugio cambia de matiz, pero
sigue siendo un puerto de llegada obligado. Ante esta mirada, hoy se escu-
cha hablar en el circuito de quienes
trabajan o tienen bibliotecas más del
préstamo a domicilio, de las estrategias para tener un catálogo depurado
y de la digitalización. Quienes habitamos la lectura ya perdimos la cuenta
y el sentido de nuestras carpetas con
PDFs, buscamos sin brújula en librerías para adquirir o visitamos la página
de piratería de confianza.
Todas y cada
una de estas adecuaciones de quienes
leen y quienes organizan carecen de
sentido, como andar en una caminadora, deambulamos sin perdernos, con
la mirada fija en los espejos negros que
nos llenan de luz los rostros.
Pusimos en confinamiento nuestra curiosidad. El atronador caudal
de información es un río revuelto
donde no ganamos quienes pescamos; más bien, nos confundimos
como en cascada donde nada se
puede asir. El eco de los hallazgos es
ínfimo, sucede en una búsqueda de
las tres de la mañana que encuentra
una compra, pero algo falta, el libro
que se traslada por paquetería y
fue resultado de pedir en la tienda
en línea más grande del mundo no
llega con el mismo espíritu, sabemos que carece, pero no solemos
saber de qué.
¿Será que nuestra fascinación
del olor a viejo pueda venir en un
sobrecito? ¿Habrá mesas sólidas de
madera en un espacio suficiente
donde poder tener apiladas decenas
de libros? ¿Será nuestro escritorio
de trabajo, recreación y mesa de
cocina un espacio suficiente para
tener todo lo que necesitamos? Y
aunque pudiésemos afirmar, nos
perdemos de la vida de biblioteca
que pasa por lecturas tanto como
por conversaciones, las cuales se
convierten en amistades de libros o
a través de los libros.
Y aunque insondable, es un agua
mansa que se deja escudriñar en
cada orilla, encontrar especies que
creíamos extintas, disfrutar de libros que quisiéramos tener y ya
no están disponibles para compra,
susurrar secretos y gozar de la ilegalidad del alimento.
Estos espacios extraños ahora
están a merced de la política pública
asociada a la educación institucionalizada inoculándonos nostalgias
que tememos devengan en emociones monstruosas, debido al temor
que nos genera el no tener idea de
cuando podamos nuevamente cruzar el umbral, dejar nuestros envases con café y agua a la entrada para
sentirnos Catherwood en la selva
baja caducifolia, Bastian Baltazar
Bux en Perelín, o Ryzsard Kapuscnski en Angola.
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@RuloZetaka