La rectangularidad de nuestro registro

POR ULISES CARRILLO CABRERA

El libro, en el formato que actualmente conocemos, también denominado codex, está a punto de cumplir 2 mil años como medio dominante para registrar y transmitir información, cultura e imaginación.
Hoy, el libro es un objeto universal, incluso decorativo, pero su éxito en comparación con otros medios escritos, se debió en parte a que es fácil de portar y esconder. Nació encubierto y fue popularizado inicialmente por un grupo clandestino y hasta fundamentalista para su época: los cristianos.

El libro sobrevivió a la imprenta y la convirtió en su mejor aliada. Ni el mundo digital lo ha exterminado.
Foto Rodrigo Díaz Guzmán

Ese origen clandestino, personal, privado y secreto se mantiene a la fecha. Más de una persona se ha jugado la vida por escribir, imprimir o portar un libro. Los libros han correspondido en la medida de lo posible, poniendo en sus páginas esas epopeyas y haciéndolas permanecer en la memoria. Así, pues, los libros son un tema personal. Dime qué lees -o qué no lees- y te diré quién eres. Asomarse a la colección de libros de una familia, un amigo, un socio o un conocido es una visita casi clínica con resultados de química sanguínea completa. Revisar las fotos oficiales de gobernantes pasados o presentes y descubrir qué libros aparecen (o no) en sus libreros o escritorios, debería ser un deporte olímpico.
A mí no me dejan de maravillar los líderes, sobre todos los del sector privado (no se porqué tienen esa fijación), que no se cansan de “citar” a Ernest Hemingway en su “no pregunten por quién doblan las campanas”. Hacen citas sin darse cuenta que la frase no es del autor norteamericano ni forma parte del cuerpo de su famosa novela, sino constituye un extracto de un sermón de John Donne, poeta del siglo XVII. Cada vez que alguien recita esa frase “de cajón” lo único que hace es confesar que no ha leído la novela y probablemente ni siquiera la ha hojeado, pero seguramente le encanta decir que forma parte de su raigambre cultural.
Eso nos lleva al otro extremo, el de quienes han convertido al libro en el objeto de sus fetiches. Los coleccionistas de primeras ediciones. Esos seres obsesionados con los errores tipográficos en las páginas 60, 119 y 211 de la versión original de The Great Gatsby. Las correcciones que Jorge Luis Borges hacía a las distintas

ediciones de sus trabajos, porque él no podía dejar de editar y pulir un texto ni siquiera después de haberlo publicado en tinta y papel. Están también los que buscan las primeras ediciones de los libros de texto que Harry Potter debió adquirir para sus cursos escolares en Hogwarts, con correcciones de puño y letra del imaginado propietario. El libro existe, subsiste, persiste, es el hueso duro de roer donde al final la tiranía se pela los dientes, parafraseando la reflexión con la que abre el libro más importante de Octavio Paz, sin ser necesariamente parte del texto o de la pluma absoluta del Nobel mexicano. El libro se ha hecho de metal, piel de animales, madera, cortezas, tela y hasta papel.

El libro sobrevivió a la imprenta y la convirtió en su mejor aliada.

Ni el mundo digital lo ha exterminado. El formato de libro, esa criatura rectangular, encuadernada por un lado (izquierdo o derecho según tradiciones occidentales u orientales) y contenida entre dos pastas protectoras, ha sobrevivido en todas las latitudes, culturas e ideologías, incluso ha impuesto condiciones en las presentaciones virtuales que se leen en pantallas de todo tipo de dispositivos. Uno le da la vuelta a la página en los mejores lectores electrónicos, es parte de hacer real la experiencia. Leer es real.
Si la humanidad tiene que marcharse de Gaia, se marchará con sus libros a cuesta o arriesgará dejar de serlo. Es un ejercicio lúdico omnipresente preguntarse qué libros nos llevaríamos a nuestro final, como si no imagináramos ser humanos sin ellos.
Sólo un idiota ha proclamado haber escrito más libros de los que ha leído, Kim Jong-il, ese iluminado líder norcoreano. Juan Rulfo, por el contrario, descubrió que el respeto a un buen libro implica no escribir otros. Nadie puede tener tantos libros dentro de sí, aunque la disponibilidad de espacio para almacenar lecturas es básicamente infinito.
Sí, los libros son un artefacto humano y es el artefacto que nos sigue humanizando. Virginia Woolf decía que nada realmente ha ocurrido hasta que es registrado en palabras, así que preguntémonos si existe una realidad más allá de los libros y qué realidad queremos construir con ellos. No puede haber existencia verdaderamente humana sin lectura de por medio, es la rectangularidad de nuestro registro civilizatorio.

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