El libro, en el formato que
actualmente conocemos,
también denominado codex,
está a punto de cumplir 2 mil
años como medio dominante para
registrar y transmitir información,
cultura e imaginación.
Hoy, el libro es un objeto universal, incluso decorativo, pero su éxito
en comparación con otros medios
escritos, se debió en parte a que
es fácil de portar y esconder. Nació encubierto y fue popularizado
inicialmente por un grupo clandestino y hasta fundamentalista para su
época: los cristianos.
Ese origen clandestino, personal,
privado y secreto se mantiene a la
fecha. Más de una persona se ha
jugado la vida por escribir, imprimir
o portar un libro. Los libros han correspondido en la medida de lo posible, poniendo en sus páginas esas
epopeyas y haciéndolas permanecer
en la memoria. Así, pues, los libros
son un tema personal.
Dime qué lees -o qué no lees- y
te diré quién eres. Asomarse a la
colección de libros de una familia,
un amigo, un socio o un conocido es
una visita casi clínica con resultados
de química sanguínea completa. Revisar las fotos oficiales de gobernantes pasados o presentes y descubrir
qué libros aparecen (o no) en sus
libreros o escritorios, debería ser un
deporte olímpico.
A mí no me dejan de maravillar
los líderes, sobre todos los del sector privado (no se porqué tienen
esa fijación), que no se cansan de
“citar” a Ernest Hemingway en su
“no pregunten por quién doblan las
campanas”. Hacen citas sin darse
cuenta que la frase no es del autor
norteamericano ni forma parte del
cuerpo de su famosa novela, sino
constituye un extracto de un sermón de John Donne, poeta del siglo
XVII. Cada vez que alguien recita
esa frase “de cajón” lo único que
hace es confesar que no ha leído la
novela y probablemente ni siquiera
la ha hojeado, pero seguramente le
encanta decir que forma parte de su
raigambre cultural.
Eso nos lleva al otro extremo, el
de quienes han convertido al libro en
el objeto de sus fetiches. Los coleccionistas de primeras ediciones. Esos
seres obsesionados con los errores
tipográficos en las páginas 60, 119
y 211 de la versión original de The
Great Gatsby. Las correcciones que
Jorge Luis Borges hacía a las distintas
ediciones de sus trabajos, porque él no podía dejar de editar y pulir un texto ni siquiera después de haberlo publicado en tinta y papel. Están también los que buscan las primeras ediciones de los libros de texto que Harry Potter debió adquirir para sus cursos escolares en Hogwarts, con correcciones de puño y letra del imaginado propietario. El libro existe, subsiste, persiste, es el hueso duro de roer donde al final la tiranía se pela los dientes, parafraseando la reflexión con la que abre el libro más importante de Octavio Paz, sin ser necesariamente parte del texto o de la pluma absoluta del Nobel mexicano. El libro se ha hecho de metal, piel de animales, madera, cortezas, tela y hasta papel.
El libro sobrevivió a la imprenta y la convirtió en su mejor aliada.
Ni el mundo digital lo ha exterminado. El formato de libro, esa criatura rectangular, encuadernada por
un lado (izquierdo o derecho según
tradiciones occidentales u orientales) y contenida entre dos pastas
protectoras, ha sobrevivido en todas
las latitudes, culturas e ideologías,
incluso ha impuesto condiciones en
las presentaciones virtuales que se
leen en pantallas de todo tipo de
dispositivos. Uno le da la vuelta a
la página en los mejores lectores
electrónicos, es parte de hacer real
la experiencia. Leer es real.
Si la humanidad tiene que marcharse de Gaia, se marchará con sus
libros a cuesta o arriesgará dejar de
serlo. Es un ejercicio lúdico omnipresente preguntarse qué libros nos
llevaríamos a nuestro final, como
si no imagináramos ser humanos
sin ellos.
Sólo un idiota ha proclamado
haber escrito más libros de los que
ha leído, Kim Jong-il, ese iluminado
líder norcoreano. Juan Rulfo, por el
contrario, descubrió que el respeto
a un buen libro implica no escribir
otros. Nadie puede tener tantos libros dentro de sí, aunque la disponibilidad de espacio para almacenar
lecturas es básicamente infinito.
Sí, los libros son un artefacto
humano y es el artefacto que nos
sigue humanizando. Virginia Woolf
decía que nada realmente ha ocurrido hasta que es registrado en
palabras, así que preguntémonos
si existe una realidad más allá de
los libros y qué realidad queremos
construir con ellos. No puede haber existencia verdaderamente humana sin lectura de por medio, es la
rectangularidad de nuestro registro
civilizatorio.