Al llegar al municipio de Tixkokob, pueden observarse decenas -si no es que cientos- de establecimientos dedicados a la comercialización de hamacas. Las coloridas artesanías flanquean las arterias del municipio; y es común pensar que se encontrarán familias enteras urdiendo a las puertas de sus viviendas, pero la realidad es otra.
No obstante Tixkokob es considerada la capital de la hamaca en la entidad, son muy pocas las personas que se dedican a su manufactura. Los millares de hamacas que se comercializan ahí son fabricadas por manos de artesanos y artesanas de comisarías pertenecientes a otros municipios, como Tizimín, según coincidieron vendedores.
Hubo un tiempo en el que el pueblo sí fue un gran productor de estos objetos, pero la llegada de la industria y la precarización del trabajo artesanal opacaron el interés de la población en dedicarse a esta actividad. Fue así como cambiaron los bastidores por un trabajo estable en alguna de las maquiladoras situadas en los suburbios del municipio.
A las afueras de uno de estos establecimientos está don José Burgos Concha, mejor conocido en la población como Cheto. Al igual que muchos habitantes de Tixkokob, don Cheto solía dedicarse al urdido de hamacas; pero encontró un sustento más seguro en la administración de un estacionamiento y colaborando en la tienda de su hermana.
Para el septuagenario es un honor el pertenecer a la cuna del urdido de hamacas, pues denota la astucia de la mano de obra yucateca: “nos chingamos a los chinos” dice con orgullo en referencia a que en aquel país asiático les fue imposible emular el entramado de una hamaca fabricada en Tixkokob.
A casa de doña Lety llegamos por casualidad con ayuda de algunos vecinos que se congregaron en apoyo a la búsqueda de algún urdidor independiente. Hurgando entre sus memorias, una de las mujeres recordó que la señora que solía vender refrescos en el mercado retomó su labor artesanal a razón de la pandemia del Covid-19.
Leticia Araujo Méndez es una urdidora tradicional, de esas que escasean en el municipio. Es fácil que pase desapercibida la presencia de los hilos y el bastidor que tímidamente se erige en su jardín poblado por macetas y plantas aromáticas para el consumo de ella y de su madre que rebasa el siglo de vida.
A doña Lety fue su abuela quien le enseñó este noble oficio que ha pasado de generación en generación desde temporalidades que parecen difuminarse. Junto con sus hermanos, desde pequeña le fue inculcado el conocimiento de los hilos y la labor de urdir; y pese a su aparente amor al arte, no teme que con ella se pierda la tradición.
Mientras sus manos hacían lo suyo en el bastidor, doña Lety recuerda las tardes cuando llegaba de la escuela y su madre -también urdidora- le marcaba de “tarea” volcarse a este artefacto y dar por lo menos 10 “vueltas” para que en algún tiempo termine la artesanía que serviría para aportar al gasto del hogar.
Pese a no tener descendencia, una parte de la mujer lamenta que el urdido de hamacas sea una tradición que se vaya perdiendo paulatinamente, lo que atribuye en gran medida a la emergencia de nuevas tecnologías que hoy dominan la atención de los niños y las niñas del pueblo.
Hasta hace poco más de un año, antes del repunte de la pandemia, doña Lety se dedicaba a la venta de refrescos en las inmediaciones del mercado municipal. Sin embargo, reconoce que dejó de acudir por miedo a contagiarse de la enfermedad del siglo, ya que padece diabetes.
Esta situación ha mermado considerablemente sus finanzas y las de su madre, la señora Lila Méndez Araujo. Hacer una hamaca le toma un mes; y la vende en 800 pesos, entonces los números no le cuadran para sacar adelante los gastos del hogar. De cualquier modo, planea seguir adelante con su labor.