Chichén Itzá
nuestro trágico espejo

Ulises Carrillo Cabrera

Chichén Itzá
El Microcosmos Nacional

Chichén Itzá es lo único que millones de visitantes extranjeros verán de México y, tristemente, es probable que se lleven una imagen exacta de nuestros dilemas nacionales.

Esa maravilla histórica es una reproducción microscópica de buena parte de lo que le pasa y duele a nuestra tierra; es un país entero resumido en unas cuantas y entrañables hectáreas. Por eso, si como comunidad podemos arreglar lo que hoy ocurre en la antigua ciudad de los Itzáes, tal vez sería posible pensar en aliviar algunos de los males que agobian a nuestra patria.

Con esa esperanza escribimos esta crónica.

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Perdedores

El arqueólogo Marco Antonio Santos Ramírez, director de la Zona Arqueológica, tiene muy claro el dilema moral que enfrentamos.

Él nos dice que hace mil años Chichén Itzá ya estaba aquí y dentro de mil años -cuando nosotros seamos una lejana memoria- Chichén seguirá aquí; el riesgo es que se nos vaya nuestro tiempo sin hacer nada que valga la pena por ese patrimonio tangible e intangible que heredamos los mexicanos, esa sería una humillante derrota histórica como generación; y tiene razón.

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Seamos francos, esta antigua ciudad maya debería ser un verdadero tesoro en todos los sentidos -todos- pues tiene algunos de los edificios más reconocidos en la arqueología y la cultura popular internacional, goza de una cercanía envidiable con un mercado de decenas de millones de turistas potenciales, está rodeada de hermosa vegetación y cenotes espectaculares y, por si fuera poco, se encuentra ubicada en Yucatán, el estado más seguro del país.

Sin embargo, en la más pura y fiel tragedia mexicana, esos ingredientes extraordinarios para hacer grandes cosas, para construir bienestar envidiable y duradero, no se han mezclado bien. Chichén Itzá más que un tesoro, a veces es un polvorín y, frecuentemente, un botín de pocos, aunque nos duela y mucho.

Nadie ni nada vive bien o prospera en Chichén Itzá. Diariamente los monumentos históricos y los tesoros arqueológicos del lugar sufren el impacto de casi dos mil personas (comerciantes autorizados, ayudantes y cargadores) que los utilizan como zona de trabajo informal y área de maniobras.

Un espacio que es patrimonio de la humanidad se convierte en área de tendido de comercio ambulante, bodega improvisada -a veces entre árboles y en otras ocasiones dentro de los propios monumentos-, área de baños “donde la necesidad te alcance” y tráfico de todo tipo de oscuridades y adicciones. Los maltratos materiales, estéticos y ecológicos que esta batalla irregular de tráfico y comercio deja en el sitio, son incalculables e irreparables.

Los vendedores, que -desde una perspectiva- son verdugos de monumentos y ecosistema, son -desde otro punto de vista- víctimas de su propia actuación. Los comerciantes instalados a la orilla de los espacios históricos no tienen una opción real que los lleve a una vida digna para ellos o sus familias. El hecho de trabajar en un lugar considerado Patrimonio de la Humanidad no alcanza para que se hagan de un patrimonio propio.

Como están hoy las cosas, los vendedores de Chichén Itzá apenas logran una solución económica de corto plazo, sin ningún mañana que sea viable o atractivo. Su trabajo es infernal y ciertamente no es dignificante.

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Todos los días deben montar y desmontar sus puestos, vender el mismo suvenir producido en serie y traído de alguna lejana fábrica por quién sabe quién, sin prestaciones sociales o mayor estabilidad laboral. Hay que trabajar sin importar la temperatura, lluvia o sol, vendiendo lo mismo que vende tu vecino comerciante, regateando centavos de dólar con turistas que cada día están dispuestos a pagar menos, sin un lugar digno para desarrollarse en su actividad o la oportunidad de ofrecer productos de alta calidad que llenen de orgullo a quien los produce y generen verdadera derrama económica y cultural en la comunidad.

Los turistas también se suman a esta colección de perdedores en Chichén Itzá. Desde que los visitantes ingresan a la zona se sumergen en infraestructura rebasada, en un mercado improvisado que nada respeta y en el que es imposible contemplar la belleza del lugar entre gritos, empujones y obstáculos en veredas y pasillos. Una ciudad grandiosa está ahí, frente a sus ojos, pero se ha vuelto invisible por tanta afrenta cotidiana.

Las pérdidas del patrimonio cultural, turístico y de la armonía social, se acumulan a diario en esta milenaria ciudad. Pareciera que aquí el único hilo que evita que todo se desfonde y que esto sea tierra de nadie, es la tarea del Instituto Nacional de Antropología e Historia. Un INAH que desde hace mucho abandonó la torre de marfil de sólo hacer arqueología e investigación en el lugar, para entrarle con limitados recursos materiales, pero todo el corazón y generosidad profesional, a intentar gobernar esta ciudad corazón del mundo maya en México.

Ahí está el INAH, en medio de la batalla social, económica y de seguridad pública que trasciende en mucho la administración y preservación de la zona arqueológica que le corresponde; una batalla de gobernabilidad amplia que no puede ganar, pero en la que rendirse no es una opción moral, porque nadie más ha querido entrarle y ellos no podrían hacer como si no pasara nada.

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Vendedores

Chichén Itzá puede empezar a desmenuzarse estableciendo una verdad y erradicando un mito. Primero la verdad: los habitantes de las comunidades originarias alrededor de la zona arqueológica tienen derecho legítimo a beneficiarse de su vecindad y herencia histórica. Sin embargo, un ejercicio desordenado y -a veces ilegal- de ese derecho, ha provocado que su patrimonio se deteriore y devalúe.

En palabras planas, el actual comercio ambulante en la zona arqueológica no es una opción real de bienestar o ingreso digno para la colectividad, le resta valor a la herencia de las comunidades y en realidad perpetúa la pobreza, enriqueciendo a unos cuantos actores tras bambalinas.

Ahora vayamos a desmenuzar el mito: los “artesanos” de Chichén Itzá no son artesanos, en su abrumadora mayoría son comerciantes locales vendiendo mercancía genérica producida de manera industrial en alguna otra región o país.

Los cientos de puestos que existen en la zona, más de 600, venden básicamente lo mismo; casi nada es artesanía real, nada es artesanía de calidad. Basta con ver los productos en cada puesto. Veamos las imágenes, para evitarnos debates ociosos. El registro fotográfico es implacable.

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Los vendedores ambulantes o semifijos no son todos iguales entre sí y menos integrantes individuales, independientes y libre emprendedores de una comunidad. La evidencia anecdótica de campo parecería indicar que están sujetos a compras colectivas que seguramente benefician a un solo grupo o individuos monopolizadores controladores de la red comercial dentro de la zona arqueológica.

No estamos frente a individuos o artesanos libres tratando de abrirse paso en la vida, sino seguramente ante hombres y mujeres reducidos a vendedores a consignación, comisionistas o francamente empleados informales subordinados a quienes compran la mercancía por camiones y contenedores enteros. La vieja estructura leonina de explotación de estas comunidades subsiste en el comercio informal, tratando de ponerse la piel de comercio y producción comunitaria. Nada más lejos de la realidad.

Los vendedores están claramente estratificados entre ellos, hay niveles y jerarquías dignas de una gran empresa fantasma. En cada puesto vemos a hombres y mujeres casi siempre en la mejor edad productiva -entre los 25 y 50 años-; ellos son el primer estrato, los que controlan el puesto, manejan el comercio frente al turista y el dinero que consideran es la correcta “venta del día”. Subordinado al responsable de cada puesto hay ayudantes, quienes ordenan la mercancía, desempacan y empacan al final de la jornada laboral.

Sin embargo, por debajo de esas jerarquías vemos a los verdaderos marginados: los cargadores. Sí, los pobres entre los pobres son los cargadores, los que cada mañana entran como simples mulas para llevar y traer la mercancía, los que se ven más humildes y desaliñados, ellos -muchos ya hombres de edad avanzada- jalando pesados “diablitos” por la calle de acceso de los vendedores.

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La idea y mito de artesanos mayas que entran a la ciudad de sus antepasados a vender a los turistas el trabajo que sus manos producen es una mentira completa, una falsedad insostenible ante la observación circunstancial más ligera.

Chichén Itzá opera en un esquema de dominación y comercialización similar al de cualquier venta informal, controlado por fuerzas en la zona gris entre la ilegalidad y las normas; vendiendo artículos de dudosa procedencia fiscal, que se venden en decenas de sitios a lo largo y ancho del país y cuyas utilidades nunca se sabe en manos de quién quedan.

Los cargadores llegan en desvencijados camiones o triciclos, los vendedores y sus ayudantes en motos casi todas de modelo y marca idéntica, en una coincidencia llena de incógnitas. Los más humildes cargan el puesto, los de mediano rango ordenan sus contenidos. Los pequeños jefes entran y salen con las manos vacías de cualquier producto, porque lo de ellos no es esculpir, tallar o hilar, sino administrar el puesto; van y vienen sin una artesanía en las manos, porque ellos son vendedores, ni por error artesanos.

Así, uno ve entrar a un pobre hombre sudando, batallando con la carga. Él lleva los tubos, lonas del puesto y suvenires hasta el lugar que le ordenan, esa es su simple y extenuante labor; después llega el ayudante a desarmar aquella caótica mudanza y extender los triques para la venta, al final muy frescos y bien peinados llegan los “gerentes” de cada puesto, los mejor vestidos, los más fuertes, los más dinámicos. Tal y como sucede a diario en miles de mercados de todo el país.

Invasiones

Hoy es imposible admirar Chichén Itzá, esa época ya se fue.

El Templo de las Mil Columnas es imposible de apreciar sin puestos que lo conviertan en mera escenografía para la venta. Recorrer la calzada entre la pirámide de El Castillo y el Cenote Sagrado parece más una caminata en un mercado ambulante de ropa y joyería que un paseo espiritual por la historia y mitología maya. Lo que hay para admirar no son trazos arquitectónicos de hace mil años o un sacbé sagrado que vio pasar guerreros y sacerdotes, sino vestidos en remate, playeras estampadas, collares troquelados en máquinas y esculturas de esa “famosa” deidad maya: “El Depredador” de las películas de Arnold Schwarzenegger. ¿Qué más hay por decir?

Desde El Observatorio la vista no es el horizonte, sino lonas azules que dan sombra a los puestos al pie de sus escalinatas. Antes de entrar al Juego de Pelota, obvio, hay que pasar por puestos que reducen los pasillos como si estuviéramos entrando a un estadio contemporáneo y nos fueran a vender playeras y recuerdos de los equipos que van a disputar el partido. Para que no quede duda de esa intención, uno puede comprar la producción semi-industrial de bizarros escudos de los equipos de fútbol americano de la NFL, mezclados con un diseño que alguien en alguna fábrica en China ha decidido que es una artesanía muy maya, cuando la estética es más cercana a diseños polinesios.

Uno podría rendirse en esta batalla caótica, pero no es el caso del INAH y su personal. En medio de esta lucha para ordenar y tratar de preservar un espacio abusado comercialmente por miles y visitado apresuradamente por millones, un puñado de hombres y mujeres que portan el escudo de Nahui-Ollin o el Quinto Sol, han logrado victorias importantes, tales como erradicar el trabajo infantil en la zona, limitar en todo lo posible las estructuras que los vendedores hacen entre la vegetación, combatir la venta de sustancias ilícitas y evitar la invasión franca y descarada a las estructuras. La tensión es permanente y diaria, mientras una deidad con cuerpo de serpiente observa desde arriba.

Pareciera que el Estado Mexicano le ha encargado al INAH no sólo la tarea de arqueología, sino también ser policía, mediador, vigilante, trabajador social y a veces cordero de sacrificio en el sentido real. El Instituto debe sobreponerse a amenazas constantes y reales hacia su personal; ya han salido los cuchillos y se ha derramado la sangre. Chichén Itzá es celoso y exige sacrificios a sus guardianes, Ricardo Arturo Gutiérrez ya sabe lo que es ofrendar un poco de su líquido vital para cuidar el reino de Chaac y Kukulkán.

Innovaciones

Los dioses antiguos respondían a las peticiones hechas con líquido rojo y parece que los nuevos dioses institucionales, los encumbrados en las nuevas elecciones, han escuchado los recientes ruegos. Ya ha aparecido la Guardia Nacional en Chichén. En la nota positiva, muchos de los integrantes del destacamento son mujeres; en la nota no tan positiva, son apenas un puñado que cuesta trabajo percibir; en la nota inercial, rápidamente pasan de vigilantes a curiosos clientes que preguntan por costos de collares y suvenires. Podría parecer que la mezcla en Chichén se hará más compleja, pues ha llegado un nuevo ingrediente, no necesariamente una solución.

Las novedades no son sólo los integrantes de la Guardia Nacional. En su infernal dinámica, Chichén Itzá algo tiene de ciudad viva, con problemas más de urbe y menos de zona arqueológica. El internet que cubre toda la zona es la punta de lanza para el nuevo comercio electrónico en los tinglados ambulantes. Sistemas de pago que sólo existen en Europa o Estados Unidos y que la economía formal mexicana todavía no instala, ya son del todo operativos en el comercio informal entre lonas y ramas: Apple Pay ya llegó a Chichén Itzá, así no haya llegado a México. Con cobros y ofertas de Samsung Pay a Bitcoin, en la sombra de la economía de sombra, el comercio “artesanal” no para.

No para nada, ni las piedras sagradas en renovarse y rejuvenecer. El Juego de Pelota también está vivo, rescatado por un grupo de jóvenes arqueólogos que le lavan el rostro a este espacio que ha recuperado mucha de su magia; donde antes se veían sombras y trazos escultóricos muy exigentes para la imaginación, hoy han aparecido figuras frescas que todos podemos ver sin el privilegio de un ojo entrenado. Chichén tiene espacios nuevos, rescatados del tiempo y los elementos, novedades históricas que se apropian del escenario.

Tiene razón el arqueólogo Santos Ramírez, por las buenas o malas, Chichén Itzá va a seguir existiendo hoy y dentro de mil años; ella es eterna, los que vamos de paso somos nosotros. ¿Qué vamos a hacer con esta ciudad que, como el país, está rodeada y llena de riquezas, pero sitiada y vaciada en el desorden, las simulaciones, las máscaras y las sombras? ¿Qué vamos a hacer con tanta riqueza infinita que por lo mismo de ser inagotable no puede acabar con la pobreza y marginación de nuestra terrenal existencia? ¿Qué va a decir este microcosmos de Chichén del universo nacional? ¿Qué memoria va a quedar de nosotros y de nuestro paso por este país, este Mayab, este pedacito de tiempo en el que Chichén fue nuestra y de nadie más?