SIN ESTELAS EN LA MAR

Esta es la historia diaria de pescadores que no quieren que sus hijos sigan la estela que su lancha deja en el mar. Es también la historia de cientos de hombres que trabajan en una soledad peligrosa y casi absoluta, mientras viven en un hacinamiento lleno de camaradería.

Como todas las grandes batallas por la supervivencia, esta lucha se da en lugares paradisíacos a simple vista, pero infernales cuando uno debe ganarse la vida en ellos.

El paraíso, que llena el ojo del visitante con colores fantásticos en el agua y el cielo, es -al mismo tiempo- el abismo en el que hay que sumergirse, reventarse la caja torácica con apenas una bocanada de aire y hacer jornadas inhumanas bajo un sol que no broncea, sino quema y destruye.

Esta es, pues, la crónica de pescadores extraordinarios, pero en proceso de extinción; la narración de la jornada cotidiana de verdaderos buzos proletarios de alto rendimiento, sin certificación, fama o récords atléticos justamente reconocidos, que -sumergiéndose a puro pulmón- capturan langostas en el arrecife de Alacranes, en Yucatán, en México, en nuestro bello y cada vez más exhausto mar.


Un mar maya

Curiosamente, esta jornada no empieza en el mar o la costa, como sería lógico pensarlo, sino tierra adentro, muy adentro, a 60 kilómetros del agua salada. Los pescadores de estas langostas proceden en su abrumadora mayoría de Timucuy, un municipio mayahablante a 25 kilómetros al sur de Mérida. Ellos pescan, discuten y hacen los números de la captura en su lengua ancestral.

Las asambleas de esta cooperativa de pescadores conducen sus formalidades en español y hacen sus registros documentales en castellano. Sin embargo, la vida de la asamblea, las discusiones sobre los asuntos álgidos, sobre el mecánico a contratar o el socio que se jubila, se dan en la lengua materna de la península de Yucatán. Maya es el idioma franco de este mar, no todos lo hablan, pero todos tienen la obligación funcional de entenderlo.

En maya se arriesga la vida y se soportan las inclemencias del tiempo. En maya se vive en barcos en el límite de su flotabilidad y se exploran aguas de visibilidad limitada. En maya se saca cada langosta, una por una, inmersión por inmersión, para que alguien más -que no habla, no entiende y probablemente no le interesa aprender maya- la disfrute.

En maya se vive la brecha y el rezago social de quien captura una especie marina de lujo, para obtener un ingreso que apenas le permite sostener con modestia a su familia.

En maya se sale a una jornada bajo el sol para capturar el oro que aquí no es verde, sino de un oscuro anaranjado. En maya se busca, aguantando la respiración con resistencia más que humana, entre jardines no de henequén y espinas, sino de corales y asfixias, todo para extraer comestibles diamantes azules (no rojos y cristalinos como los de áfrica), porque azul también es el color de la piel del ahogado.

Administrar el hambre

El día empieza antes que amanezca. Son las 4:30 a.m. El cocinero es el primero en iniciar la rutina. Él debe tener el desayuno listo antes de las 6 de la mañana y, en promedio, son 15 los comensales a atender.

LOS PRIMEROS RAYOS DE LUZ HACEN NOTORIOS LOS AÑOS DE LAS EMBARCACIONES: ÓXIDO POR TODOS LADOS

Todos se levantan de sus colchones o literas. Aquí no se duerme en hamaca, resulta casi imposible hacerlo. El vaivén del barco, sumado al movimiento de la pérgola, hace impráctica la idea de colgarse a dormir. Los espacios son reducidos, mínimos, microscópicos y comunales. Vecindades con vista al mar en las que hay donde recostarse, pero no donde estirarse. Se duerme “hecho bolita” o en posición fetal que, por lo demás, es la mejor forma de dar descanso a los temores y riesgos que -con fundada razón- esperan bajo el agua.

Sólo el capitán puede darse el lujo de cierta privacidad con una especie de colchón apretujado en la cabina del barco. Un pedazo de hule espuma, en el que obviamente no cabe extendido nadie y donde únicamente puede descansar quien termina el día tan exhausto que le basta con dejar caer el cuerpo, sobre cualquier superficie, para cerrar los ojos.


Arriba

Los primeros rayos de luz hacen notorios los años de las embarcaciones: óxido por todos lados. Soldaduras y reparaciones que ya son más que el metal original. Barcos que han pasado por varias manos e incluso varias generaciones. Reliquias marinas a las que se les exprime hasta el último aliento de funcionalidad, porque en alta mar no se desperdicia nada.

El aceite hidráulico que se inserta por gravedad y se mide a tanteo desde la cabina del capitán, todo a través de una ingeniosa botella de plástico puesta de cabeza, con el fondo cortado para cuidar el nivel de lo que constituye “la sangre” del barco, es el mejor homenaje a la milagrería que permite que estas máquinas todavía salgan a pescar.

Eso sí, las estufas le compiten a la parrilla eléctrica o cocineta de inducción del más lujoso yate. Estas estufas son de verdad, de gas, con sus cuatro hornillas y algunas hasta con parrillas - como la que nos presume José Ambrosio Chan de la embarcación PG1- para un buen asado y un mejor freído. La cocina y no el motor, es el corazón de esta flota. Igual que Napoleón decía que sus ejércitos marchaban sobre su estómago, estas embarcaciones se propulsan desde las hornillas.

El desayuno es comunal, el casco volteado de uno de los alijos, una hielera o -en el caso del barco PG41- una improvisada plataforma de fibra de vidrio en una esquina de la cabina sirve de punto de reunión por la mañana. Café caliente que se sirve con cucharón y un puñado de buenos chiles habaneros, adornan el centro del área que será la mesa de todos.

No se ve ningún celular, nadie se distrae con redes sociales o el último meme del gatito que toca el piano, todos a comer y platicar como en épocas de convivencia que ya se fueron. Aquí no hay señal para el teléfono y nadie la extraña. Varios lo prefieren así, éste es un espacio para pescadores que vienen a ganarse la vida; sin embargo -en corto- varios reconocen que les gusta estar solos en este paisaje. Algo tienen de ermitaños quienes deciden jugársela en estos menesteres.

La radio es el único vínculo que hace sentir la mañana como el inicio de un día laboral normal, uno en el que se fuera en colectivo a la obra o a la oficina. Sintonizar y escuchar una estación transmite la sensación de estar en contacto con tierra firme y con quienes esperan el regreso del padre de familia, sano y -si se puede- con algo de dinero.

José Luis Preciado, en su noticiero matutino, es la voz distintiva con la que despiertan y se preparan para salir a trabajar las tripulaciones de los barcos fondeados en el arrecife. Probablemente nuestro locutor estatal no sabe que tiene tantos fieles seguidores mar adentro. Una audiencia que, si bien no cuenta al momento de las encuestas que miden los ratings, sí es altamente representativa de los comunicadores que forman la opinión pública.

Si no hay señal de celular, lo cierto es que tampoco hay jóvenes, no verdaderamente jóvenes. Básicamente todos los tripulantes están arriba de los 30 años de edad y la mayoría se ubica entre los 40 y los 50. Tampoco abundan los solteros. Si ésta es agua de hombres, es todavía más un monopolio masculino de yucatecos con familia, casados o sin papeles.

Los capitanes no tienen gran simpatía por marineros o buzos solteros que vengan sólo por una temporada, se cansen a media jornada, consideren que no vale la pena tanto trabajo por tan poco dinero, causen problemas o avisen un día antes que no se van a embarcar porque están muy contentos con la novia o los amigos. Éste es un mundo de hombres maduros y con responsabilidades ineludibles que los mantienen concentrados e incansables. Aquí se necesita una hija o hijo para recordarte cuál es la razón por la que se trabaja de sol a sol. “Es la única forma de soportar la joda”, dicen los pescadores tal cual.

Si uno pregunta ¿dónde están los buzos jóvenes? ¿Dónde están las nuevas generaciones de pescadores? La respuesta es unánime: casi todos están “metidos de furtivos”, trabajando en lanchas rápidas, buceando con compresoras, en salidas de un par de días. Los jóvenes andan arriesgando más y ganando más cuando la apuesta les sale bien y la suerte no les cobra la factura, cuando la audacia no resulta cara y contraproducente.



Porque a esta distancia del puerto, nada es gratis. Todo cuesta, todo vale más. Así, es natural que la bodega fría sea la cueva del tesoro. En los primeros días ese espacio está lleno de víveres frescos y, conforme pasa el tiempo, se va convirtiendo en la bóveda donde se resguarda el fruto del trabajo duro.

Desde ese espacio de riqueza helada emerge Joel Javier Canché Chan, orgulloso cocinero del PG41, quien nos ofrece desayunar. La invitación es un verdadero regalo, cada trozo de comida que se consume en la embarcación es pagado por todos sus tripulantes, es descontado de su trabajo, se les resta de su cuenta final al entregar su captura.

Nos prepara huevos con jamón, acompañados de frijoles, tortillas y pan calentado en la hornilla, además de una rústica ensalada de langosta. El café y el picante son libres. Este desayuno es un manjar que gratuitamente recibimos de quienes, en el agua, tienen que ganarse cada peso con un esfuerzo físico y de concentración que es difícil de entender hasta que uno lo atestigua directamente. Suena a fórmula gastada, pero quienes menos tienen siempre parecen los más dispuestos a compartir lo poco que hay.

NO SE PESCA PARA COMER, SINO PARA QUE LOS HIJOS TENGAN UN TECHO, VESTIR Y ESTUDIAR

Mientras el desayuno es devorado sin titubeos, con la tortilla y el pan como únicos cubiertos, se preparan tortas de ensalada de langosta para los buzos y sus ayudantes. La ensalada desborda mayonesa, con las apreciadas calorías que el cuerpo demanda en estas actividades. Esas tortas serán su único alimento por el resto de la jornada.

Son tortas pequeñas, apenas para engañar el hambre con dos o tres mordidas. Tortas justas para que no duela la cabeza o el estómago importune por falta de alimento, nada más. Siempre se trabaja con hambre y el hambre sólo se administra para que no estorbe, jamás se le quita realmente del camino.

Nadie probará más comida hasta que regresen con la puesta de sol, a tener una cena que esta noche será puchero y mañana relleno negro. Aquí, con las langostas caminando entre arrecifes y los peces visibles en el agua transparente, casi no se comen productos del mar, sino hasta que todo lo demás empieza a escasear.

Se procura no comerse el trabajo que traerá ingreso monetario. Nadie puede perder tiempo pescando para comer, cuando se está pescando para vender. Si se pesca para que los hijos puedan tener un techo, vestir y estudiar, la idea de comerse la captura del día no hace mucho sentido.

La soledad de los 60 pies

En la embarcación PG41 todos son buzos de apnea, lo que significa que la langosta será capturada sumergiéndose a pulmón, sin ayuda de tanques de aire o compresora. Una respiración profunda y vámonos al fondo del mar, para bien o para mal.

Con suerte los buzos encontrarán el crustáceo a los 15 pies (5 metros de profundidad), pero la realidad es que las mejores posibilidades y ejemplares estarán mucho más profundo; a 50 ó 60 pies (17-20 metros) bajo la superficie. Ninguna de las dos profundidades es fácil de alcanzar a puro pulmón y sin el equipo correcto, eso cualquier buzo amateur o recreativo lo podrá confirmar.

Para el nadador estándar, llegar al fondo de una alberca normalita, de 6 ó 7 pies de profundidad (2 metros) y permanecer ahí unos 20 ó 30 segundos, le exigirá ajustar la presión en sus oídos y realizar un esfuerzo físico significativo en el descenso y brevísimo ascenso. Haga la prueba estimado lector, en una alberca o a la orilla del mar. Lo retamos, húndase 2 ó 3 metros y quédese ahí 30 segundos.

Ahora imaginemos -para entender mejor lo que hacen los estoicos buzos de Alacranes- tomar una bocanada de aire en medio del mar, a decenas de kilómetros de la costa, con corrientes, oleaje y después tener que sumergirse diez veces más profundo que los 2 metros de la pacífica y segura alberca, llegando hasta los 20 metros. Eso sí, hay que añadirle que, esta vez, se debe permanecer bajo el agua más de un minuto, aleteando con fuerza buena parte del tiempo.

Sumemos a ese reto -ya bastante intimidante- el hecho que, una vez en el fondo, uno debe ponerse a trabajar buscando langostas entre los corales. Langostas con colores que les brindan un excelente camuflaje natural. Para seguirlo haciendo difícil, digamos ahora que la visibilidad allá abajo es pobre, no más de 6 metros y, el fondo marino, al menor contacto, se levanta y llena el poco espacio visible con una arena que lo nubla todo.

A todas las dificultades anteriores, pongámosle un ingrediente más: pensemos que no sólo hay que encontrar a la langosta, porque una vez ubicado el animal se debe deslizar, detrás del mismo y de forma correcta, un gancho para capturarla y matarla con maestría, todo esto mientras el reloj sigue corriendo y los pulmones aguantando y aguantando.

Casi como maldad, agreguemos una condición más: uno debe sumergirse en los canales del arrecife de Alacranes. Canales por los que transitan “bichos” grandes, entiéndase por ello tiburones toro y una que otra barracuda atraída por la langosta herida y capturada. “Bichos” buscando arrebatarle la presa al pescador, si las cosas le salen baratas al buzo.

Si lo anterior no es suficiente, pensemos en que el ejercicio anterior debe repetirse, por lo menos, cada 5 minutos, es decir, 12 veces por hora, por casi 10 horas diarias. Esto significa 120 inmersiones salvajes para ganarse el pan de cada día. Esa no es tarea para temerosos o improvisados, tal vez tampoco para los cuerdos.


Arriba

Obvio, todo esto hay que hacerlo con un visor que muestra los años, cuyo modelo está descontinuado desde hace dos décadas y con aletas que hace mucho dejaron de estar en forma. Nada de usar ropa térmica, pues el dinero no alcanza y se debe trabajar con apenas unas licras que cubran la piel de las abundantes aguas malas miniatura que flotan por todos lados. Tampoco se debe soñar con usar ropa con protección ultra violeta, esas prendas suntuosas que el pescador aficionado presume, como si ir a pescar fuera desfile de modas.

Esas condiciones imposibles, casi crueles y macabras, son las que cada día Hermenegildo El Negro Chan, enfrenta y vence cuando está trabajando en la captura de langosta. Él calcula -y sus números cuadran- que, en cada salida de 15 días a capturar langosta, lleva a cabo un total de mil inmersiones. Sí, leyó usted bien estimado lector, mil inmersiones, un uno acompañado de tres ceros.

Hermenegildo, en cada expedición de captura de langosta, se enfrenta mil veces a la muerte chiquita de una asfixia agonizante, pero racionalmente controlada. El Negro lo hace para que llegue a la mesa de un restaurante el sabor de ese crustáceo de 10 patas, sin que muchos aprecien el dolor de la jornada que hace posible cada bocado.

La fe de El Negro

Hermenegildo es reconocido como el mejor buzo de su barco. Nadie lo discute. Él y su secretario toman las dos tortas que les corresponden, se suben a su pequeña lancha y se alejan de la embarcación principal. Su punto de trabajo se encuentra a un par de kilómetros de donde está fondeado el PG41. Nos da santo y seña para encontrarlo más tarde.

EN CADA SALIDA DE 15 DÍAS A LA CAPTURA DE LANGOSTA EL NEGRO REALIZA MIL INMERSIONES

Un par de horas después, El Negro está buceando en uno de los canales que en años anteriores le ha dado buena captura. Se está sumergiendo a 55 pies de profundidad. Cronometramos sus inmersiones: 1 minuto y 10 segundos, 1 minuto y 20 segundos, 1 minuto y 30 segundos. Se hunde, respira, descansa como puede en la superficie y de nuevo al fondo. Es un verdadero dios de la buceada a sus 50 años de edad.

Un dios trágico, porque son las 10 de la mañana, lleva casi tres horas trabajando y apenas ha capturado seis langostas, todas de talla relativamente pequeña. Habrá obtenido tal vea un kilo de colas en total, mismo que le pagan entre 170 y 200 pesos, a los que luego debe restar el costo de combustible, alimentos y el sueldo de su ayudante. Buen negocio, ciertamente, no es.

Hermenegildo no se queja. Toma su marcador de áreas: una boya, una cuerda y un plomo rústico que le sirven para marcar su avance en el mar y así no regresar, por error, a zonas por las que ya se ha sumergido. Es un trabajo físico extenuante, pero que requiere sistema y orden para rendir magros frutos.

Lo acompañamos en su inmersión, son 55 pies y no logra nada. La visibilidad es muy pobre. Lo observamos descender como una sombra y sólo lo vemos claramente en los últimos metros. Otra inmersión y de nuevo nada. Una más y lo mismo. Hasta la cuarta inmersión ubica una langosta muy cerca de nosotros, una que ni con todo el tiempo y aire de nuestros tanques, luces y cámaras habíamos visto.

El Negro sube a la superficie y regresa de nuevo al fondo buscando su presa, con enorme habilidad se posiciona con paciencia -como si sus pulmones pudieran almacenar todo el aire del mundo- y captura la langosta. Hermenegildo se prepara para el ascenso, pero regresa repentinamente al fondo, pues ha logrado ubicar otro ejemplar en la misma cueva de coral donde hace unos segundos capturó a la primera presa. Se estira, prepara su gancho y la captura.

Lleva más de 20 segundos a profundidades de casi 60 pies y, aun así, se mueve con una calma inverosímil. Lo vemos ascender con elegancia, mientras nos regala una imagen heroica de su cuerpo contrastando con el brillo de la lejana superficie. Asciende al aire y la luz, después de soportar 20 metros de agua comprimiendo su cuerpo.

LANGOSTA Y PEPINO DE MAR SE PARECEN, SON ARTÍCULOS DE LUJO Y FUERA DEL ALCANCE DE QUIENES, A VECES, MUEREN CAPTURÁNDOLOS

A pesar de ser un buzo destacado, El Negro no ve que las cosas vayan bien. Hace años capturaba 25 ó 30 kilos diarios, hoy calcula que, si le va bien, llegará cuando mucho a la media docena. No le alcanza.

Por 15 días de trabajo ganará 18 mil pesos, menos 3 mil de comida, menos el combustible, menos el sueldo del “secretario”. Al final se quedará con 8 ó 10 mil pesos. Él añora las épocas cuando las langostas abundaban en la zona del arrecife. Había de todos tamaños, desde las que parecían hormigas, hasta ejemplares respetables, dice con cierta nostalgia. “Se tomaban las mejores y siempre quedaban de sobra”, continúa narrando. “Ahora los furtivos vienen en diciembre y enero, bucean con compresoras y se llevan todo”, nos asegura.

En cualquier caso, Hermenegildo no se queja y ya entrados en la plática nos deja muy claras dos cosas. Primero, él no entiende el gusto por la langosta; no le parece gran cosa su sabor, si bien la carne parece fina, opina que hay cosas mucho mejores. Le parece un producto de atributos culinarios que han sido exagerados. Probablemente tiene razón.

Desde cierta perspectiva, la langosta es -sobre todo- símbolo de estatus en restaurantes y menús; ejemplo de platillo-trofeo, antes que de paladar exquisito. Muchas veces se come langosta para que te vean comerla, para que sepan que puedes pagarla. Uno no puede dejar de preguntarse qué distancia y qué diferencia -en el fondo de las cosas y no sólo en el fondo donde trabaja Hermenegildo- existe entre el pepino de mar y la langosta. Tal vez no hay ninguna.

La langosta como platillo exótico de la cocina occidental y el pepino como parte de la exuberancia culinaria oriental, se parecen bastante. Ambos son artículos de lujo. Los dos fuera del alcance de los bolsillos de quienes viven y, a veces, mueren capturándolos.

Los dos son animales de aspecto raro, presas que no es obvio que sean comestibles o que deban serlo. Uno parece oruga, el otro un insecto. La cultura oriental le asigna mil atributos al pepino y la occidental hace lo mismo con la langosta. Para El Negro ambos platillos resultan igual: especies raras que son bien pagadas, algo que él no disfruta, pero que la da para vivir y punto.

La segunda certeza de Hermenegildo, misma que comparten casi todos sus compañeros, es que no quiere que sus hijos sean pescadores. Cree que hoy existen mejores opciones. Es “demasiada joda” para lo que se gana al final. “Están más seguros en casa”.

La pesca para él fue la única opción aceptable cuando otros caminos fracasaron y piensa que las nuevas generaciones merecen más, mucho más. Hermenegildo quiere pescar hasta el final, hasta que pueda; ya se volvió adicto a la soledad del fondo marino y al hacinamiento en el barco. Tiene los ojos llenos de azul profundo, de azules cielo, de langostas anaranjadas y atardeceres del sol rojo en Alacranes. Este lugar y este oficio son su adicción y su fe.

Él piensa volver y volver, pero ha intentado escapar muchas veces. Se dedicó 10 años a vender chicharra, ha probado suerte como comerciante y carnicero. Su carnicería iba bien, el problema fue que daba fiado. Cuando el huracán Isidoro azotó la península, sus marchantas dejaron de pagarle y, peor aún, le pidieron más carne como condición para solventar lo que ya debían. El Negro tuvo miedo que lo dejaran con cuentas imposibles de saldar y tuvo que cerrar el negocio. Sin embargo, este hombre no se rinde y parece, por fin, tener un negocio que va bien y es su orgullo: una heladería en su pueblo, “Helados Timucuy”, para ser más exactos.

La venta de helados la atiende uno de sus hijos, el que ya no quiso seguir estudiando, dice Hermenegildo con resignación. Porque El Negro hizo todo para que estudiaran, pero a ellos no les encantó la escuela. Su otro hijo, el que a regañadientes sigue en las aulas, empezó estudiando contabilidad; sin embargo, el trabajo de contador le pareció “muy encerrado” y ahora se cambió a derecho. Ese segundo hijo no va bien en su formación académica, va lento, tiene sus “vicios” y hasta roces con la ley. Hermenegildo no les pierde la fe, en cualquier caso.

Con el mismo aplomo con el que se hunde 20 metros, El Negro asume sus responsabilidades de padre y proveedor; sin esperar mucho, él hará lo que le toca.


Arriba

Cuando hace frío y la venta de helados cae, Hermenegildo se pone a hacer carbón; cuando el carbón no alcanza se va a Mérida a podar árboles. Un verdadero emprendedor de las profundidades es nuestro buzo de licras azules y amarillas.

Como emprendedor, como dueño de su destino económico, con sus dificultades y azares, uno le pregunta ¿qué le pide al gobierno federal y al estatal? Su respuesta es llena de dignidad e independencia, sin sombras de clientelismo o asistencialismo. Sólo pide dos cosas: que acaben con los furtivos y que bajen el precio del combustible. No pide ni necesita más. Que lo dejen trabajar y que los insumos dejen de ser impagables.

No está politizado, pero él esperaba más del nuevo gobierno federal. Esperaba que la gasolina bajara, porque Peña Nieto la mandó por los cielos. Uno no puede dejar de reflexionar el increíble impacto que el precio de la gasolina tuvo en la caída del PRI y del viejo régimen; algunos en la Secretaría de Hacienda no entendieron bien el costo político que tendría el mal cuadrar algunas cuentas macroeconómicas.

Hermenegildo sigue: el problema es que la gasolina al principio bajó con AMLO, pero ya está igual de cara que antes. Hombre de la cultura del esfuerzo, tampoco le gustan las nuevas becas que se dan a la población. “Todos, hasta los discapacitados, se las gastan en alcohol”, opina con absoluto escepticismo.

Como buen escéptico, El Negro ya no va a ninguna iglesia o templo. Cuando más rezaba y asistía a celebraciones religiosas, su hija se enfermó y murió de leucemia. No le pareció justo. Qué caso tiene rezar, reflexiona. No por ello Hermenegildo dejó de creer en Dios, sólo que piensa que debe haber mejores maneras de hablar con él. En religión, al igual que en la pesca, uno de los principales problemas son los intermediarios.

Hoy su religión es entre Dios y él. Una resolución así de fuerte es natural en un hombre que pasa miles de minutos al año en pequeños abismos marinos, solo -absolutamente solo- en el agua a veces cristalina, a veces turbia y fría; entre peces maravillosos, cuando tiene suerte, o entre sombras enormes, cuando el peligro merodea.

Su admirable buceo, aunque él no lo sepa, es una meditación constante: controlando la respiración, los latidos, con la mente siempre enfocada en un objetivo, desconectándose de todo lo demás, tomando distancia de lo mundano. Yoga Salado, podría llamarse su rutina de concentración física y mental. Algo tiene El Negro de sabio-gurú, y con ese respeto ganado a pulmón, lo dejamos.

La recia madera de los 60 años

Don Francisco Pech ya rebasó los 60 años. En su juventud era albañil, pero necesitaba algo que le dejara más dinero. Así que hace 47 años, en 1972, empezó su travesía marina: primero como pescador ribereño, luego como pescador en la flota mayor y después buzo. Ser buzo lo enamoró y sigue añorando ver los arrecifes, los negrillos, los meros y el naranja rojizo de los boquinetes.

LOS PESCADORES DEL CRUSTÁCEO NO QUIEREN QUE SUS HIJOS HEREDEN SU OFICIO

Ahora es capitán de la embarcación PG41 y se llena de orgullo por ello, pero cuando empieza la jornada, se convierte en un ayudante más que auxilia en la captura de langosta. Se quita el rango y se convierte, pues, en “secretario” de un alijo. Un capitán sin vanidades: el jefe arriba del barco y un escolta en una lancha, porque lo suyo es seguir pescando y salpicándose de agua salada.

Tres cosas le molestan a nuestro capitán: un ojo operado que le impide bucear, el sol que le complica la salud visual y los marinos que no paran de hostigarlos. “Deberían ir a buscar a los furtivos y a los visitantes que sacan cazones, antes que estar encima de los que pescamos con permiso y a puro pulmón”, dice con filosófica resignación.

Sólo aquí se siente libre; es el lugar más hermoso que conoce. Éste es su espacio favorito. Alacranes es su paraíso, pero tiene muy claro -al igual que Hermenegildo- que no quiere que sus hijos o nietos lo sigan, no quiere que sean pescadores. Un Edén vedado para las nuevas generaciones.

Él le debe su casa, su patrimonio y sus momentos laborales más felices a la pesca, pero ya no ve futuro en ella. Se siente enamorado de un oficio que presiente -como van las cosas- se acerca a su ocaso como oportunidad de mejora social. Él quiere ser el último de su familia que se gane la vida desde una pequeña lancha.

Don Francisco Pech tampoco le encuentra gracia a la langosta. Es cierto que la carne le parece fina, pero un poco insípida. Él la prueba cuando regresa a su casa y preparan unas cuantas colas que se capturaron en la temporada, pero jamás la consume en un restaurante. Él la pesca y la lleva a la mesa, pero ese esfuerzo no le alcanza para pagarla cuando la langosta ha transmutado en un artículo de lujo, en una especie de metamorfosis kafkiana a la inversa: de extraño insecto marino a tesoro codiciado por los humanos.

La langosta no es su comida favorita, hay cosas mucho mejores, opina; pero hay gente a la que le parece lo mejor del mundo y a él eso le da la oportunidad de un ingreso. Comida de otros, gustos de otros que permiten ganarse la vida, nada más.

El buzo al que nuestro capitán auxilia es un personaje de madera recia -casi irrompible- también de más de 60 años de edad. Es de esa generación que fue hecha de otros materiales, con mejores almas, menos vanidosas y más resistentes.

Don Fernando Acosta es socio de la cooperativa que opera el barco. Él es uno de los “dueños” colectivos y también uno de los buzos más esforzados, nos comentan con respeto los tripulantes. Él está pescando en un lugar menos profundo, a 18 ó 21 pies (6 ó 7 metros), pero aun así llegar al fondo no es para novatos, no cualquiera lo logra. Don Fernando está buceando en aguas más profundas que las de una fosa de clavados y sus ciclos bajo el agua son de un minuto en promedio. Siempre nadando y avanzando a toda velocidad. Un muchacho de ciudad, de 18 ó 21 años, no podría aguantarle el paso por 15 días seguidos.



Decidimos acompañarlo en su pesca y él -con toda facilidad y soltura- nos revienta uno a uno. Los que intentamos mantenernos a su lado mientras bucea podríamos ser sus hijos, pero nos acalambramos siguiéndolo, se nos lastiman los oídos por tantas y constantes inmersiones que demandan ajustar la presión de los tímpanos o simplemente nos declaramos exhaustos. Cuando se da cuenta que ha barrido con nosotros, triunfante se sube a la lancha.

Queremos platicar largo con él, pero las circunstancias no nos dejan, pues ahí viene la lancha de los marinos a pedirles que se retiren del área. Viene el debate, entre don Francisco, don Fernando y los marinos, sobre si pueden o no pescar ahí, en el arrecife de Alacranes.

Los pescadores aseguran que han pescado ahí por años y que tienen los respectivos permisos; los marinos no parecen satisfechos y les advierten que, si insisten en pescar en esa área, van a tener problemas. Todo en una tensa cordialidad de diálogos entre dos partes que sienten que tienen la razón: unos la de la tradición y el derecho a ganarse la vida y otros la de la fuerza.

No está claro quién tiene la ley y los permisos de su lado. Lo que es obvio es la falta de claridad en la normativa específica a la hora de aplicarla e interpretarla. Falta, también, personal y equipo para vigilar de forma efectiva un área que, todos mencionan, sufre de sistemática pesca furtiva.

Eso sí, a los marinos no les pasa desapercibido el arpón en el fondo de la lancha de don Fernando Acosta. Le comentan con tono ya no tan cortés, que los arpones están prohibidos, lo cual es cierto. Sin embargo, en toda la jornada que acompañamos a los pescadores, jamás los vimos usar arpón para pescar. Los arpones únicamente entran al agua cuando el buzo hace la señal para que se lo manden, porque algún animal allá abajo se está acercando de manera peligrosa. Es una precaución en el peor de los escenarios.

Un equipo de pesca que está prohibido y, simultáneamente, pareciera ser un elemento de seguridad física necesaria, resume en mucho los dilemas en Alacranes. Alguna regulación menor podría solucionar el tema, pero 100 kilómetros mar adentro, los límites regulatorios son más borrosos y confusos, los planes de ordenamiento no parecen tan eficaces u operables y, de manera rotunda, la infraestructura para que el Estado de derecho prevalezca y, con ello, se materialice una oportunidad de prosperidad y desarrollo sustentable, está muy lejos de existir.

Nos vamos del área porque los marinos con toda firmeza así lo instruyen. Las imperfecciones de la relación entre ley y sociedad, gobierno y gobernados, llenan la superficie de este paraíso terrenal que es también sustento de miles de yucatecos. Ese es el paisaje complicado -más de tinta, papel, fuerzas del orden y menos de aguas azules- que nos llevamos.

Las últimas luces

Empieza a caer el sol. Las lanchas inician su regreso al barco nodriza. Los buzos más audaces -los que tientan al destino- también vuelven cansados, aunque no satisfechos, pues la pesca fue pobre. Ése el caso de Raymundo Blanco, quien pesca solo, sin asistente.

Raymundo opera su lancha, fondea y -sin ninguna compañía o ayuda- se mete al agua. Si la lancha se suelta, si una corriente lo arrastra, si algo pasa, nadie estará ahí para auxiliarlo o, por lo menos, contarlo. Llegado el desafortunado caso en el que Raymundo sufriera un percance, nos enteraríamos hasta la noche, cuando él no regrese y se deba -con los peores augurios- salir a buscarlo.

EN ESE MUNDO DE OCASOS, LOS PESCADORES SE DUERMEN PARCIALMENTE DESTRUIDOS POR EL SOL, EL AGUA, LAS ASFIXIAS Y LAS LANGOSTAS QUE NO APARECEN

Ese espíritu más individualista enmarca la cena, en absoluto contraste con la colectividad del desayuno. Conforme van llegando los buzos se sientan a cenar, en parte porque el hambre pesa más que los modales y porque es imposible que el cocinero atienda simultáneamente a 14 comensales desesperados por probar bocado.

La soledad en el mar y en el fondo marino es la constante del día de trabajo de estos compatriotas, pero el amontonamiento y la escasez del espacio es lo que marca cada noche de improbable descanso. Contrastes absolutos en cada ángulo de esta vida en altamar.

Los últimos rayos de luz se van en hacer cuentas de lo capturado, almacenar en la fría bodega los resultados de un día de aguantar la respiración y acalambrarse las piernas. De nuevo suena la radio. Esta vez nadie le pone atención. Se preparan los espacios para dormir con cierta premura, la tripulación empieza a ser presa fácil del sueño.

Alrededor de las 9 p.m., uno a uno, los barcos van apagando sus luces. Los siete barcos fondeados en el horizonte, a bordo de los cuales hay por lo menos 105 hombres, se van desvaneciendo en la oscuridad. A las 10 p.m., todo -hasta los radios marinos- está apagado. De esa comunidad flotante solamente son visibles siete pequeñas luces de navegación que indican la posición de las embarcaciones. Se desvanece esa comunidad que está desapareciendo.

Ésta es, si no se hace algo, la penúltima generación de pescadores. A 100 kilómetros del restaurante más cercano, las langostas están ya en el hielo y mayas fueron las últimas manos que las sostuvieron vivas, pero el mañana no pinta claro para esta noble casta de pescadores.

Aquí nadie pide que se le regale nada. Se pide orden, que se aplique la ley, que se combata en serio la pesca ilegal y el combustible deje de estar por los cielos. Lo demás, ellos lo asumen con un valor y una serenidad que impone.

Ellos no están “salados”, como el pescador de Ernest Hemingway; a pesar de eso, su pesca se está escabullendo y las bodegas ya no se llenan como antes. Sin dejar una estela en la mar que puedan seguir sus hijos, su oficio se está desvaneciendo por un medio ambiente en crisis y una pesca furtiva que barre con todo.

En ese mundo de ocasos, los pescadores se duermen parcialmente destruidos por el sol, el agua, las profundidades, las asfixias y las langostas que no aparecen. Sin embargo, no se duermen derrotados. Ellos no pierden la esperanza que mañana será mejor y las cosas, de algún modo, saldrán como ellos se lo merecen. Un pescador puede ser destruido, pero jamás derrotado, diría el Premio Nobel de Literatura de 1954.

Todos reconocen, como el viejo de la inmortal novela, que tal vez no deberían ser pescadores, pero saben que para eso han nacido, así que -sin titubeos- asumen su marítimo destino.