De agua y piedra:
Huchim

Ulises Carrillo Cabrera
Fotos: Ezequiel González Matus
Logística: Aarón Díaz López

La vida de José Guadalupe Huchim Medina es una historia que, si se repitiera 130 millones de veces, nos convertiría en un país de gente esforzada que llega lejos. Siguiendo la ruta de José Guadalupe podríamos ser una nación de oportunidades imposibles que se abren para quien está dispuesto a hacer enormes sacrificios y un pueblo de justicia poética que hablaría de verdadera movilidad y revolución social.

Huchim nació en Uxmal, cuando ahí sólo vivían un número de familias igual a las veces que la milenaria ciudad maya fue construida: tres. Todos se conocían en un lugar en el que aún faltaba mucho por conocer y en un tiempo cuando los turistas eran más escasos que los venados. El ahora destacado arqueólogo y uno de los directores honorarios de la Ruta Puuc, es hijo de un humilde custodio de zonas arqueológicas y nieto de uno de los chapeadores del INAH; pioneros que hace 50 años con machete en mano cuidaban monumentos, cortaban matorrales impenetrables y ahuyentaban lo mismo víboras que saqueadores. Él vio las primeras luces entre piedras sagradas; sin embargo, las zonas arqueológicas no fueron su primer amor, lo suyo siempre fue y sigue siendo el agua. José Guadalupe es hijo rebelde de Chaac.

Estudió la primaria en Muna, yendo cada mañana a la escuela en un rústico transporte colectivo, con chasis de madera, que daba el servicio entre el campamento del INAH y las poblaciones cercanas. Cuando no había camión o dinero para pagarlo, Huchim iba a pie, en bicicleta o lo que se pudiera al salón de clases. Desde niño, Huchim se aburría rápido ante actividades rutinarias y a los 12 años se fue de casa en busca de mejores emociones para un cerebro que quería descubrir el mundo. Es ese viejo Uxmal él se preguntaba constantemente, ¿aquí voy a vivir toda la vida? ¿esto es todo lo que voy a ver?

Esa rebeldía inteligente lo llevó a Progreso a estudiar la secundaria en un internado como becario y a soñar con un futuro como pescador y marino. El agua lo llamaba. El llamado del agua se le escurría entre los dedos.

Ningún argumento familiar lo convenció de regresar tierra adentro y siguió buscando el mar. Cursó el bachillerato técnico en Campeche, becado de nuevo y en escuelas públicas. Allá decidió que lo suyo sería la mecánica marítima. Se veía ya trabajando en la flota mayor. Sin embargo, lo alcanzó una de las crisis eternas de la pesca en México y se encontró en Mérida trabajando como mecánico de tierra firme. Ahí, siempre oliendo a gasolina, reparando motores comunes y atrapado en una cotidianidad sin rumbo, Huchim se preguntó de nuevo, ¿a esto me voy a dedicar toda la vida?

Probó entonces trabajar para la compañía telefónica en un empleo que, decían, tenía mucho futuro. La realidad era más pueril: terminó sembrando postes, con las manos hechas pedazos y con un panorama que, tal vez, ofrecía estabilidad y un buen salario, pero ningún estímulo intelectual. Su abuelo, Don Nicolás, le ayudaba cada tarde a curtirse las heridas de las manos con el calor del comal, y esa vez fue él quien le preguntó a Huchim: ¿y a esto te vas a dedicar toda la vida?

Huchim decidió entonces probar suerte más cerca de la línea iniciada por su abuelo y fortalecida por su padre, quien de modesto chapeador había ascendido a custodio, después a jefe de custodios y, luego, fue asistente rústico y confiable de arqueólogos. Huchim consiguió trabajo como custodio en Dzibilchaltún. En la mañana cumplía con sus labores pesadas, pero relativamente simples. En la tarde, sin nada que hacer y aislado en el aburrimiento de una zona arqueológica que en ese tiempo recibía seis visitas a la semana, decidió que debía seguir limpiando hasta el ocaso.

Obvio, sus esfuerzos “extra” no pasaron desapercibidos. Huchim fue citado por el líder sindical de la zona quien le llamó la atención, pues estaba trabajando “de más” y “haciendo ver mal” a sus compañeros. Le exigieron “respetar” el horario de trabajo. Así, José Guadalupe empezó a leer más y contemplar los monumentos con detalle neurótico. Justo cuando pensaba abandonar esa línea laboral como custodio, porque no se veía dedicado a chapear el resto de su existencia, escuchó que era posible estudiar arqueología.

José Guadalupe juntó sus papeles, se puso sus mejores ropas y fue a solicitar admisión a la Facultad de Antropología de la UADY. Una inteligencia inquieta, insistencia para tocar puertas y algunos ángeles guardianes que lo adoptaron, hicieron el milagro. Revalidó sus estudios técnicos y de pronto ya estaba estudiando en el alma mater yucateca. Se levantaba de madrugada en Muna -porque el sueldo de custodio no le daba para vivir en la capital- llegaba a desyerbar toda la mañana en Dzibilchaltún, comía en el autobús a Mérida y estudiaba en las tardes; así todos los días.

Su abuelo, que no cabía de orgullo, ahora no le ayudaba a curtirse las manos, sino a estudiar y recorrer mentalmente los sitios arqueológicos. El abuelo veía el ave rarísima que es la línea chapeador-custodio-arqueólogo que unía a tres generaciones en su tierra, en sus raíces y en la recuperación de tesoros inmemoriales. Una línea y un linaje que Huchim hoy detectaría de la misma manera que sus ojos entrenados descubren trazos arquitectónicos para muchos invisibles.

Cuando la universidad le exigió estudiar en las mañanas, hubo que hacer las gestiones sindicales para trabajar en el turno vespertino como custodio y velador. No fue en vano. Huchim -el estudiante de antropología- vio atardeceres y milagros astronómicos en esas tardes y noches que le abrieron definitivamente el apetito por estudiar los monumentos que cuidaba y, llegado el momento, decidió “morirse de hambre” y elegir la especialidad de arqueólogo.

El arqueólogo en ciernes concluyó sus estudios y vino el momento de proponer un tema de investigación para titularse. Huchim volvió al agua y se interesó en los sistemas hidráulicos de los mayas en Uxmal, infraestructura que en su infancia había visto inundar valles y hacerlos fértiles. Su tema de investigación fue parcialmente despreciado, había poca literatura al respecto y -aunque Huchim no lo dice- la suma de las anécdotas que nos cuenta de esa época, muestra cierta malicia contra un arqueólogo que no venía de la intelectualidad, sino del sudor maya entre ceibas y jabines. Sus colegas no lo veían como igual, en un mundo en el que él era igual a todo lo que veía.

Nadie llega lejos solo, nadie es una isla, toda jornada requiere compañeros de viaje. A José Guadalupe lo redimió Víctor Segovia, el primer arqueólogo yucateco y el primer arqueo-astrónomo mexicano.

Víctor Segovia terminó un proyecto de investigación en Uxmal y se dio cuenta que le habían sobrado algunos limitados recursos; con inmensa generosidad, el arqueólogo tomó el remanente financiero que le quedaba y lo entregó a Huchim para que llevara a cabo sus estudios sobre sistemas hidráulicos. Un poco de suerte y mucho trabajo después, José Huchim había probado la valía de su tesis. Él encontró los restos funcionales de los sistemas de irrigación y administración de agua de los mayas en el Puuc. Su carrera empezó con brillo propio y con el tema de sus amores: agua, agua dulce, no salada como la del mar que se había ido a buscar a Progreso, pero agua al fin.

Después vino su primera anastilosis en la Ruta Puuc, siguiendo los preceptos de otro arqueólogo yucateco, aplicando en el campo teorías que hasta entonces se habían quedado, en gran parte, en el papel. De todo eso hace ya 28 años.

La ruta de Huchim ha sido rica, diversa y le ha dejado mucho a Yucatán y al patrimonio cultural de México. El y sus compañeros han sido arropados por una institución que puede autodenominarse como una de las grandes instituciones nacionales y uno de los pilares de la historia colectiva en Yucatán, así nunca esté en las mundanas prioridades presupuestales o de construcción de idea de país y patrias chicas.

Hoy, Huchim se sienta en las tardes en la terraza del Palacio del Gobernador en Uxmal, en una edificación que conoce casi piedra por piedra. Se sienta con la tranquilidad de saber que ha utilizado bien su vida, con el agradecimiento de haber dedicado sus mejores esfuerzos a estas superficies labradas hace siglos. Reflexiona con el brillo en los ojos de quien tiene en mente un gran proyecto para concluir el ciclo de su carrera, uno que nos comparte, pero no nos autoriza divulgar.

Sentado en la cara norte de la gran explanada, lo observamos sonreír y pensar. Es curioso, se sienta justo en el rumbo que apunta hacia el mar, justo debajo de diversas narices de Chaac, contemplando a lo lejos valles que alguna vez fueron fértilmente irrigados. Su primer amor sigue siendo el agua, eso no ha cambiado, aunque ese primer amor lo vino a encontrar entre piedras y no en la playa. Es la sangre transparente que habita en cenotes y chultunes, sangre cristalina que hizo posible una gran civilización. Huchim -hijo de Huchim, nieto de Huchim- esta vez no tiene dudas ni preguntas: él sí piensa dedicarse a esto el resto de su vida.