Estudió la primaria en Muna, yendo cada mañana a la escuela en un rústico transporte colectivo, con chasis de madera, que daba el servicio entre el campamento del INAH y las poblaciones cercanas. Cuando no había camión o dinero para pagarlo, Huchim iba a pie, en bicicleta o lo que se pudiera al salón de clases. Desde niño, Huchim se aburría rápido ante actividades rutinarias y a los 12 años se fue de casa en busca de mejores emociones para un cerebro que quería descubrir el mundo. Es ese viejo Uxmal él se preguntaba constantemente, ¿aquí voy a vivir toda la vida? ¿esto es todo lo que voy a ver?
Esa rebeldía inteligente lo llevó a Progreso a estudiar la secundaria en un internado como becario y a soñar con un futuro como pescador y marino. El agua lo llamaba. El llamado del agua se le escurría entre los dedos.
Ningún argumento familiar lo convenció de regresar tierra adentro y siguió buscando el mar. Cursó el bachillerato técnico en Campeche, becado de nuevo y en escuelas públicas. Allá decidió que lo suyo sería la mecánica marítima. Se veía ya trabajando en la flota mayor. Sin embargo, lo alcanzó una de las crisis eternas de la pesca en México y se encontró en Mérida trabajando como mecánico de tierra firme. Ahí, siempre oliendo a gasolina, reparando motores comunes y atrapado en una cotidianidad sin rumbo, Huchim se preguntó de nuevo, ¿a esto me voy a dedicar toda la vida?
Probó entonces trabajar para la compañía telefónica en un empleo que, decían, tenía mucho futuro. La realidad era más pueril: terminó sembrando postes, con las manos hechas pedazos y con un panorama que, tal vez, ofrecía estabilidad y un buen salario, pero ningún estímulo intelectual. Su abuelo, Don Nicolás, le ayudaba cada tarde a curtirse las heridas de las manos con el calor del comal, y esa vez fue él quien le preguntó a Huchim: ¿y a esto te vas a dedicar toda la vida?