Rulo Zetaka

¡Viva el aleteo de la palabra!

Es curiosa la mirada que utilizan cuando se posa sobre nosotras, ustedes, los de mucha carne y manos torpes, suelen acercarse con dudas y mirarnos las extremidades con mayor detenimiento que a los matices de nuestra danza, me da la impresión de que por ello les cuesta trabajo entender quienes somos y cómo nos relacionamos entre nosotras.

Hoy vengo para acá por un acontecimiento nunca antes visto en el mundo. Escuché en eso a lo que llaman cine a una señora que trabaja con nuestras pequeñas hermanas decir que viajamos entre 2 y 12 kilómetros, y con todo el respeto que me merece por las generaciones que llevan conviviendo con nosotras, me permito decirle que se equivoca, nuestro viaje no se cuenta en la distancia que recorre nuestro cuerpo, sino la longitud a la que llega nuestra palabra.

Nacemos en la colmena a la que le llaman mundo, viajamos por lo ancho y largo y a veces, como ustedes, hacemos hazañas, esta es la historia de solamente una de ellas, una de tantas, pero dice La Madre Primera que debemos traer de testigo a alguien que sepa, a algún caballero andante que pueda contar los pasos, bueno, en realidad serían aleteos, y que sepa describirnos en diferentes lenguas y llevar la palabra por lugares que una simple abeja no podría imaginarse. Nuestra palabra tiene que andar mucho en esta proeza, debe llegar más lejos que el aleteo de una abeja.

Soy Abi, nací en la colmena como todas mis hermanas mayores y menores, trabajamos por generaciones y generaciones, haciendo con nuestras manos que la vida sea vida, tejiendo cada nudo del gran entramado que brota de la tierra, visitando plantas, platicando con los animales y escuchando a los hongos. La Madre Primera, a la que ustedes no sé porqué razón la nombran Reina, me encargó el trabajo más especial de esta generación, salir de nuestra colmena, nuestro mundo dentro del mundo, y visitar otros mundos que habitan el mundo. El trabajo no es nada fácil, hay que hablar con animales que no conozco y en lenguas que están veladas para mí, pero nuestra palabra está destinada a trascender por lo cual debo cargar con la tarea que se me asignó. Para ello, se me dotó de compañía que conoceré en el camino, y el contador de historias que viaja a veces a mis espaldas y otras delante mío.

Para arrancar el viaje me indicó que hay que hacer un par de encargos antes de alejarme del territorio donde tenemos la colmena, el resto me será develado por quien tiene el rostro ajado de experiencia.

El primer encargo es llevarle una ofrenda de polen a la Madre Primigenia, ella duerme bajo la tierra, bueno, que esté dormida es un decir, a veces creemos que duerme porque su voz tarda mucho en escucharse. En realidad, está todo el tiempo en eterna pulsión, creándonos y enseñándonos en cada brote, en cada brizna, en cada cachito de tierra del que nace una hierbita. Ella sabe, siempre sabe, pero nunca entendemos cómo, en silencio extiende su larga mano y agradece el polen. Me indica con su voz profunda que mis ojos no han observado jamás una agua tan grande, inmensa, pero que en ella encontraré una montaña de un material extrañamente familiar, y que por alguna razón flota, aunque ella aún no tiene claro cómo se hace esa magia.

Para el segundo encargo tenía que llevar comida de las hermanas menores, xunán kab, a quienes conocen los matices de nuestra lengua. Entre ellas y ellos empezó a recorrer la palabra, como zumbidos por la noche, cuando sus abuelas y abuelos empezaron a nombrarse entre sí como nosotras lo haríamos, lo tradujeron como compas, y para nosotras igual fue difícil de entender en un principio, pues en su rudimentaria lengua hay algo que se conoce como género, que diferencia a unas de otras, y nosotras como abejas que somos no entendemos aún que es eso del género, pero sabemos que si llegamos con ellas y le decimos compa a alguien sabrá que estamos reconociendo nuestra hermandad y nos abrirá la puerta de su casa.

Las y los compas, con los rostros cubiertos de los colores de la noche y del crepúsculo, recibieron la comida y la turnaron con la anciana, quién aprendió a curar con nuestras hermanas xunán kab, y que ahora les enseña a las y los compas. La anciana me pidió que pasara la noche con ella como último trabajo antes del gran viaje, pues tenía que enseñarme cómo las sabedoras resguardan la luz que por las noches refracta en mi aleteo. Esa noche mi palabra fue la más sonora en la oscuridad, me sentí profundamente impresionada mientras el caballero andante, que acá le decían escarabajo, empezó a entrechocar su ramita-espada y su rondana-escudo, que al parecer es su singular forma de aplaudir.

Al partir el alba, la anciana tenía a su resguardo un poquito de miel de ts’iits’ilche’, yo creo que La Madre, la de mi colmena, le avisó que me guardara poquito porque dicen que a la mitad de mi viaje no encontraré ninguna reserva y es mi favorita. Salimos con las patitas llenas de delicias y el caballero se las ingenió para guardar un poquito extra para el viaje.

Al llegar a eso que ustedes llaman costa me sorprendí, una agua tan grande no se puede soñar en la selva maya, pero mi corazón supo con regocijo que apenas era el inicio del viaje, y que el sabor del ts’iits’ilche’ sólo iba a habitar en el recuerdo porque el trayecto parecía, a los humildes ojos de una abeja, infinito.

Antes de partir, recordé a La Madre, que antes de salir de la colmena me dijo que no creyera en lo que dicen los hombres, que en nuestra lengua la rosa de los vientos siempre está orientada hacia el centro, donde cariña la raíz de nuestro corazón y por esa maravilla, las montañas que flotan saben llegar siempre a buen puerto. Con ese recuerdo, abrí las alas y zarpamos, esperando que en el camino La Mar, hermana de La Madre, nos cobijara y que soplara a nuestro favor.